En una habitación de una residencia en las afueras de Amsterdam Miguel Panduwinata se acercó a su madre. “¿Te puedo abrazar, mami?”, le dijo.
Samira Calehr tomó entre sus brazos a su hijo de 11 años, que había estado extrañamente agitado los últimos días, preguntándole sobre la muerte, su alma, Dios. A la mañana siguiente llevó a Miguel y a su hermano mayor Shaka al aeropuerto para que abordasen el Vuelo 17 de Aerolíneas Malayas en el primer tramo de un viaje a Balí para visitar a su abuela.
El niño, quien era normalmente alegre y estaba acostumbrado a viajar, debía sentirse emocionado. Su maleta estaba lista y lo esperaban un paraíso donde podría hacer surf y jetskiing. Pero algo no estaba bien. El día previo, durante un partido de fútbol, Miguel preguntó: “¿Cómo te gustaría morir? ¿Qué pasa con mi cuerpo si soy enterrado? ¿No sentiré nada, ya que mi alma regresa a Dios?”.
Y ahora, horas antes del gran viaje, Miguel no quería soltar los brazos de su madre.
“Me va a extrañar mucho”, pensó Calehr, quien se acostó junto al niño y pasó la noche a su lado.
Eran las 11 de la noche del miércoles 16 de julio. Miguel, Shaka y otras 296 personas que tomaron el Vuelo 17 tenían 15 horas de vida.
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