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Birmania.- Birmania, un año desde el golpe de Estado: una historia de resistencia ante la mirada impasible del mundo

Suu Kyi se vuelve a convertir en un símbolo de la resistencia mientras permanece en prisión a modo de rehén

Las ONG denuncian la falta de «presión» a nivel internacional en plena pandemia de coronavirus

MADRID, 31 (EUROPA PRESS)

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El 1 de febrero de 2021 el tiempo se detuvo en Birmania. Los militares, acorralados tras el último proceso electoral, salieron a la calle en un golpe de Estado que supuso la caída del Gobierno de la ‘líder de facto’, Aung San Suu Kyi, en un país cuya democracia ya se encontraba fuertemente debilitada.

La violenta salida del poder de su formación, un varapalo anunciado tras meses de rumores, se produjo tras unas elecciones que, precisamente según los militares, fueron amañadas por el Ejecutivo de la Liga Nacional Democrática (LND), que volvió a hacerse con una amplia victoria electoral.

Las relaciones entre el Gobierno y los militares habían ido empeorando a medida que la Premio Nobel de la Paz y su partido obtenían el beneplácito electoral de la población a lo largo de los últimos años, lo que alejaba cada vez más al Ejército del poder.

Aquella jornada en la que tanto Suu Kyi como los principales líderes de la LND fueron detenidos sin previo aviso puso fin a los intentos de transición política que venían dándose desde 2011 en un país que había pasado casi medio siglo bajo el poder militar.


Si bien en 2016 la hasta entonces ‘líder de facto’ fue excluida de la Presidencia por incumplir la Constitución –aprobada por los propios militares–, la política birmana siguió estando al frente del Ejecutivo de forma indirecta al retener su cargo como Consejera de Estado.

Ahora, las Fuerzas Armadas insisten en la legitimidad del golpe, fundamentado, en su opinión, en la Carta Manga, que permite a las fuerzas de seguridad hacerse con el poder en caso de que exista un «grave peligro» para la integridad del Estado.

Sin embargo, el país se encuentra aislado, los combates se han recrudecido, especialmente en la región de Sagaing, y son muchos los que temen que la crisis humanitaria se agudice ante un deterioro de la situación en plena pandemia de coronavirus.

La Asociación de Países del Sudeste Asiático (ASEAN), de la que Birmania forma parte y cuyo seno reúne a varios de sus socios y aliados, ha dado la espalda al líder de la junta militar de Birmania, el general Min Aung Hlaing, que se sigue negando a cumplir con la hoja de ruta para una vuelta a la senda democrática.

Mientras, Suu Kyi permanece encarcelada tras ser condenada en varios juicios a puerta cerrada a un total de seis años de prisión por cargos que van desde incitación a la violencia hasta la violación de las restricciones impuestas para frenar el avance del virus. Todos estos cargos, según varias organizaciones de defensa de los Derechos Humanos, resultan «falsos» y suponen un síntoma más de la «destrucción de libertades» que se está produciendo en un país marcado por la violencia.

A pesar de las fuertes manifestaciones y la presencia de milicias y grupos armados que forman parte de la resistencia, la junta no ha logrado consolidar su control en el país, ni siquiera mediante una brutal represión.


La situación no ha impedido que la sociedad birmana siga luchando contra los militares mediante una fuerte resistencia, lo que ha provocado abusos y violaciones de Derechos Humanos e incluso asesinatos de civiles a manos del Ejército.

Richard Horsey, asesor para Birmania del International Crisis Group, ha aseverado que el propio jefe de la junta «no logró anticipar que el golpe de Estado se enfrentaría a una resistencia de tal magnitud cuando planeaba la asonada», la cual se produjo «casi de forma inmediata» tras la detención de Suu Kyi.

Varias ONG estiman que al menos 1.500 civiles han muerto en el último año, muchos de ellos como parte de ejecuciones arbitrarias e interrogatorios que han incluido graves abusos y tortura. Otras 9.000 personas habrían sido encarceladas.

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LA CUESTIÓN ROHINGYA

La situación de la minoría rohingya, ya de por sí complicada, ha empeorado a raíz del golpe de Estado, especialmente la posibilidad de que miles de refugiados vuelvan al país del que huyeron debido a un aumento de la violencia que se remonta a 2017.

Fue entonces cuando el Gobierno birmano lanzó una campaña militar en respuesta a ataques de insurgentes rohingyas que llevó a la ONU a denunciar una posible «limpieza étnica» y que ha provocado un éxodo de miles de ciudadanos de esta etnia, que no es reconocida por las autoridades birmanas.

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Las campañas de represión han provocado que más de 800.000 refugiados rohingyas hayan abandonado suelo birmano y retrasan el retorno seguro de estas poblaciones, que se han desplazado en su mayoría al estado de Rajine, en el oeste del país, y a Bangladesh, donde viven en campamentos.

En este sentido, varias ONG como Amnistía Internacional han denunciado que se trata de una situación «alarmante» que ha provocado el desplazamiento de miles de personas y una crisis humanitaria sin precedentes.

«Sin una reacción internacional decidida, unánime y rápida, todavía puede empeorar y lo hará. La comunidad internacional debe tomar medidas para proteger a la población civil y obligar a rendir cuentas a los autores de las graves violaciones de Derechos Humanos al tiempo que garantiza que se presta asistencia médica y humanitaria con máxima urgencia», señala la organización.

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Birmania no ha logrado, en gran medida y según los expertos, lograr la atención internacional que merece: las principales potencias han centrado sus esfuerzos en la lucha contra la pandemia y otras crisis, como la de Afganistán, Etiopía o Ucrania.

No obstante, desde la Unión Europea, Estados Unidos y Reino Unido se han impuesto paquetes de sanciones contra el régimen militar y las empresas que se encuentran bajo su control, una cuestión que, aunque carece de un gran impacto, supone un pequeño escollo en el camino de los militares a la hora de operar.

Las divisiones en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU se han hecho notar. Hasta el momento China, con capacidad de veto en el Consejo de Seguridad, ha bloqueado cualquier respuesta. «Si el Consejo de Seguridad no puede actuar, hay que organizar y convocar con carácter inmediato una cumbre internacional de emergencia sobre Birmania», ha argumentado en varias ocasiones el relator especial de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos en Birmania, Tom Andrews, que no ha tenido reparo alguno al solicitar una acción internacional coordinada sobre el asunto.

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El Consejo ha decidido por contra no ir más allá de una serie de declaraciones en las que los miembros han expresado su preocupación pero no han tomado medidas más allá. El gigante asiático no ha ocultado su intención de limitar los debates sobre el asunto al entorno de la ASEAN, donde ejerce una mayor influencia.

Desde la ONU, por otra parte, han hecho un llamamiento a ejercer una mayor presión sobre la junta militar para detener el repunte de la violencia y «hacer oír la voz del pueblo». La Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, ha pedido un mayor compromiso y ha reivindicado que es «el momento de restaurar los Derechos Humanos y la democracia y garantizar que los perpetradores de sistemáticas violaciones no quedan impunes».

En este sentido, ha denunciado el aumento de la persecución de las minoráis étnicas, incluidos los rohingyas, así como los «arrestos arbitrarios, detenciones y juicios falsos de opositores políticos» y ha aplaudido la actitud de valientes defensores de los derechos y sindicalistas siguen protestando y defendiéndose ante la creciente violencia».

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El país asiático parece estar destinado así a resolver sus propios problemas en un escenario en el que Suu Kyi se ha vuelto a convertir en un símbolo de la resistencia mientras figura como rehén político de la junta militar birmana.

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