TEGUCIGALPA (AP) — En una pequeña casa de madera entre montañas llenas de pinos y cafetales del occidente de Honduras, una joven abrió el paquete con las pastillas que le habían llegado por mensajería a una localidad cercana. No lo sabía, pero el medicamento había entrado al país escondido en la maleta de una activista procedente de México.
La mujer, de 27 años, tenía clara su decisión de abortar pero cuando llegó el momento el miedo la invadió: era consciente de que iba a violar la ley que prohíbe el aborto en todas las circunstancias y que podía ser denunciada y procesada, pero la aterraba más tener una complicación médica y que su familia, muy religiosa, se enterara.
Días antes se había hecho un ultrasonido, como le pidió una voz anónima a la que le envió el resultado mediante una aplicación de mensajes encriptados. En la casa de madera y con el celular como única compañía, a través del cual estaba en contacto con su mejor amiga y la acompañante anónima, estudió las instrucciones: primero la mifepristona, luego el misoprostol.
Cuando estuvo lista, tomó la primera pastilla.
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En pueblos recónditos, violentos suburbios o en las costas hondureñas algunas mujeres han creado redes clandestinas para interrumpir embarazos no deseados o producto de la violencia de la forma más segura posible en un país donde la prohibición del aborto es absoluta y el peso de los dogmas sociales y religiosos asfixia.
Honduras tiene, junto con El Salvador y Nicaragua, uno de los sistemas legales más restrictivos del mundo en derechos reproductivos: prohíbe el aborto en todas sus causas, incluso por violación o si peligra la vida de la madre. Además, hasta marzo era el único país de la región que prohibía la anticoncepción de emergencia conocida como “pastilla del día después”.
Mientras el continente vive tendencias distintas, con retrocesos cada vez mayores en Estados Unidos y avances en países latinoamericanos como Argentina, Colombia o México, Honduras no aplica sus leyes de forma tan extrema como sus vecinos, pero la existencia de penas de hasta seis años de prisión se sienten como una espada que en cualquier momento puede hacer rodar la cabeza de quien aborta o quien ayuda a hacerlo.
Legales o no, los abortos se realizan igual. En Honduras hay más de 50.000 cada año, según el Instituto Guttmacher, la organización no gubernamental con más estadísticas globales sobre el tema.
Según las activistas, la clandestinidad a la hora de interrumpir embarazos aumenta los riesgos pero en el aborto con medicamentos -la práctica más usada en muchos países como Estados Unidos- las complicaciones son escasas. Ellas intentan mitigarlas con información y acompañamiento aunque sólo lleguen a ayudar a un porcentaje limitado de mujeres.
The Associated Press viajó a distintos puntos de Honduras para entrevistar a más de una docena de mujeres que han dado o recibido ayuda a través de estas redes secretas y visitó los espacios donde tuvieron lugar los procedimientos: desde hogares apacibles u hoteles a áreas rodeadas de violencia y pobreza donde la intimidad sólo se consigue en un baño que se cae a pedazos.
Todas ellas hablaron en condición de anonimato por miedo. Miedo a ser denunciadas y tratadas como criminales. Miedo a ser estigmatizadas o a sufrir represalias, a veces de sus más cercanos, por los prejuicios sociales o la enorme influencia de la Iglesia católica y las evangélicas.
En un país con altos niveles de violencia y pobreza en el que muchas mujeres arriesgan sus vidas en luchas sociales o medioambientales, a la hora de hablar o defender uno de sus derechos más íntimos se sienten indefensas y solas.
También pidieron que sus ubicaciones se mantuvieran secretas. “Si se rompe algo, se vuela la red”, advirtió una activista que lleva 12 años acompañando abortos.
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Este reportaje se realizó con el apoyo de la International Women’s Media Foundation como parte de su iniciativa sobre Salud Reproductiva, Derechos Reproductivos y Justicia en América.
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Para reconstruir este entramado clandestino y entender cómo opera AP recorrió carreteras y caminos de tierra, fue de barrios marginales a comunidades indígenas y de zonas de maquilas a regiones bananeras.
Las activistas explicaron que fueron aprendiendo poco a poco. “Ahora hay menos ingenuidad y más tecnología, teléfonos sin ubicación, mensajes temporales”, dijo la veterana antes mencionada.
Organizaciones aliadas dentro y fuera del país las ayudan, pero ellas no mencionan sus nombres para evitarles problemas legales.
Todo empieza con la confidencia a una amiga íntima o una llamada.
Algunas mujeres marcan números de teléfono que se publicitan en internet. Quien contesta, primero confirma que la petición de ayuda es real y no una artimaña para rastrear a las activistas. Luego se triangulan llamadas y a veces se cambian chips para evitar que los números sean rastreados.
En otras ocasiones las mujeres llegan a la red mediante un discreto boca a boca. En cualquiera de los casos, quien quiere abortar queda en contacto con quien será su acompañante, que se presentará con un pseudónimo.
Después de las preguntas básicas de salud, tiempo de embarazo y de pedir un ultrasonido que envían por aplicaciones seguras o creando correos electrónicos, el reto es disponer y entregar las pastillas, a las que nunca llaman por su denominación médica sino con claves y sobrenombres de objetos cotidianos.
El misoprostol se vende en Honduras con receta médica y se usa en los hospitales para abortos espontáneos. Además, es utilizado globalmente como protector gástrico. Se puede comprar de contrabando pero las activistas advierten que hay mucha desinformación sobre su uso.
La mifepristona no se encuentra en Honduras. Las activistas suelen utilizar un combinado de ambos medicamentos que son introducidos al país desde México de contrabando, aprovechando cada viaje de alguien de confianza.
A veces compran las pastillas, otras las reciben como donaciones. Como los recursos son limitados las acompañantes piden aportes, a quienes puedan pagarlos, equivalentes a unos 50 a 60 dólares para poder “becar” a otras mujeres.
Los paquetes llegan escondidos en bolsos de viaje y maletas. Luego pasan cautelosamente de mano en mano, por estafetas, en taxi, o en citas de película con ubicación, hora exacta y la vestimenta de la persona de contacto.
Una vez conseguido el medicamento la acompañante aconseja a la mujer que busque un lugar seguro e íntimo, lejos de ojos curiosos. También que tenga a mano el celular desde donde se hará el monitoreo a través de una aplicación segura. Ahí la guía responderá dudas sobre el dolor, el sangrado o dará consejos para evitar infecciones o cómo deshacerse de todo lo que la mujer expulse.
Algunas mujeres cuentan con el apoyo de sus parejas o pueden escaparse a un hotel. Otras se encierran en un rincón tranquilo de sus domicilios o en casa de una amiga.
Para las que no tienen adónde ir, algunos grupos ofrecen una especie de “casas de seguridad” en Tegucigalpa, una ciudad que se extiende entre colinas y está vigilada desde el este por la Basílica de Nuestra Señora de Suyapa. En las escalinatas previas al majestuoso templo de arte colonial, una pequeña estatua mira hacia la bulliciosa urbe: es la Virgen de la Vida, inaugurada la Nochebuena de 2013 “en memoria de los bebés no nacidos”, dice su placa.
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En un país de 10 millones de habitantes, abundan las sorpresas.
Una joven abogada descubrió que su propia madre formaba parte de la red y tenía las pastillas cuando, entre lágrimas, le confesó que estaba embarazada y no quería seguir adelante. La madre la calmó y la acompañó en el aborto.
La abogada todavía recuerda esa mano maternal masajeándole los pies para alejar el dolor que los medicamentos producían en sus entrañas mientras estaba tumbada en la cama del departamento de su hermana, en la capital hondureña.
Muchas veces, quienes han pasado por esa experiencia, optan por ayudar a otras mujeres en la misma situación.
La abogada no dudó en acoger en su casa a una amiga cuando ésta le confesó que buscaba ayuda. La preparó té, estuvo pendiente de su sangrado. Su marido ni siquiera se enteró de lo que estaba pasando en su propio departamento.
Pero esa solidaridad recíproca no siempre existe y hay mujeres que quedan atrapadas en el conflicto interno causado por un aborto.
En una comunidad pequeña del norte del país, con calles sin asfaltar, una hondureña que abortó hace cinco años fue tajante al negarle ayuda a su hija cuando la adolescente le dijo que no quería seguir con su embarazo. La madre alegó que como no se había cuidado, debía asumir las consecuencias.
“Si ella ya metió la pata, entonces que para su niño… y ya en este mundo, uno puede decir ‘se lo voy a regalar a fulano porque no puedo mantenerlo’”, explicó. “Pero en un aborto puedes perder la vida”.
La mujer, que lo mismo cocina, lava o peina para ganarse la vida, se sintió morir cuando abortó sola y con casi cuatro meses de gestación porque no había podido conseguir antes las pastillas. Tomó la decisión porque se había embarazado de un hombre casado.
Cuando AP la visitó en su casa oscura y rodeada de escombros su hija, a punto de dar a luz, apenas podía levantarse de la cama para dejar que su madre hablara en privado. La mujer recordó su desesperación cuando lo que expulsó de su cuerpo casi atranca el baño. Ahora, dijo, sólo apoya el aborto en caso de violación y peligro para la madre.
Los derechos reproductivos y la educación sexual son una asignatura pendiente en el país centroamericano que se siente sobre todo en las niñas y jóvenes.
Honduras es una de las naciones con mayor índice de embarazos adolescentes de América Latina y tiene más del doble del promedio mundial, según el Fondo de Población de las Naciones Unidas.
Por eso algunas activistas se han especializado en acompañar abortos en menores, como la veterana.
Según contó, las niñas -a veces de tan sólo 12 años- suelen estar acompañadas por sus madres o sus abuelas pero, curiosamente, es a las adultas a las que hay que ofrecer primeros auxilios psicológicos para gestionar el dolor.
La activista se mantiene pegada al teléfono, explicando cada paso, cuándo es una contracción, preguntando sobre el sangrado, respondiendo dudas y siempre ofrece un seguimiento posterior más exhaustivo que con las adultas.
Lo más difícil, agregó, “es la asesoría anticonceptiva de después porque es como decirles que eso puede volver a pasar”.
Un día de marzo dos filas de mujeres esperaban su turno en el pasillo de emergencias de Ginecología del principal hospital público del país, el Hospital Escuela. Entre ellas había niñas cuyo embarazo era tan notable como el miedo en sus rostros.
En una pequeña sala, la organización Médicos sin Fronteras ofrecía atención psicológica a sobrevivientes de la violencia. En la de enfrente, la doctora Zyanya Cruz, jefa de turno del servicio, pasaba consulta.
Era lunes y a las dos de la tarde ya habían sido atendidas ocho mujeres por abortos, dos de ellas menores.
“No indagamos acerca de lo que pasó, si fue provocado o no”, afirmó la ginecóloga, consciente de que en su gremio no todos piensan como ella. “Sólo evaluamos y hacemos un ultrasonido”.
El problema es cuando encuentran pastillas de misoprostol en la vagina o hay abortos incompletos de mujeres en avanzada gestación, lo que evidencia que fueron provocados. “Entonces es inevitable que intervenga medicina legal” y hay que reportarlos, indicó Cruz.
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El aborto en Honduras está prohibido en todas las circunstancias desde 1985. Antes se permitía por tres causales: violación, riesgo para la madre o inviabilidad del feto.
Tras el golpe de Estado de 2009 que sacó del poder a Manuel Zelaya, esposo de la actual presidenta Xiomara Castro, se prohibió, además, la pastilla de anticoncepción de emergencia y comenzaron una serie de gobiernos vinculados con iglesias ultraconservadoras.
En 2021 la constitución -que ya defendía la vida desde la concepción- fue reformada para mencionar explícitamente la prohibición del aborto en todas sus formas y aumentar el número de diputados necesarios para cambiar ese artículo, que no podrá ser “derogado o modificado” por otras disposiciones legales, dice el texto.
Ese blindaje constitucional es único en América Latina, según el Centro de Derechos Reproductivos, una organización no gubernamental internacional. Fue recurrido ante la Corte Suprema en dos ocasiones pero el tribunal lo avaló. Su último pronunciamiento fue notificado esta semana.
Castro, la primera mujer en llegar a la presidencia de Honduras, es de tinte más liberal e integró a reconocidas feministas a su gobierno. El pasado 8 de marzo, mientras las activistas se manifestaban en todo el país por sus derecho, anunció el fin de la prohibición de la anticoncepción de emergencia.
La presidenta se ha comprometido a legalizar el aborto en las tres causales permitidas anteriormente, pero su gobierno no tiene mayoría en el Parlamento y la persistente violencia de las pandillas y el crimen organizado acapara gran parte de su atención.
La Sociedad de Ginecología de Honduras cree que la actual legislación es incongruente con la ciencia y deja a los médicos vulnerables a ser acusados de violar la constitución cada vez que salvan la vida de una mujer con una complicación de un aborto.
La doctora Cruz reconoció que algunos de sus colegas denuncian para evitar problemas legales pero otros lo hacen por sus fuertes convicciones religiosas.
Y no faltan quienes callan y practican abortos en clínicas clandestinas a quien pueda pagar varios cientos de dólares.
La fiscalía hondureña no contestó una solicitud de AP sobre cifras de denuncias y procesos por aborto. Las últimas disponibles, que datan del periodo 2012-2018, son del colectivo Somos Muchas y hablan de sólo seis mujeres condenadas por ese delito. El Centro de Derechos Reproductivos no descartó que haya más casos que no se conocen por lagunas en la información.
Ninguna de esas mujeres está en la cárcel pero sí tienen medidas restrictivas. En algunos casos pueden ser prohibiciones para salir del país. En otros, no poder conseguir un certificado de antecedentes penales, imprescindible en la mayoría de los empleos.
En 2015 hubo redadas policiales en las que fueron detenidos profesionales de la salud. El acoso ha continuado pero más puntual, en forma de mensajes intimidatorios y amenazantes enviados por personas anónimas. Generalmente coinciden con momentos de convulsión política, afirmaron las activistas.
Este hostigamiento ha provocado que algunas mujeres huyan del país. Otras se evaporan de sus comunidades temporalmente con cualquier excusa o acaban acudiendo a clínicas privadas con el alma en un puño cuando la situación se complica o surgen infecciones.
Una trabajadora social que vive en un violento barrio de San Pedro Sula, la capital económica hondureña, contó a AP cómo aprendió que las redes clandestinas no eran infalibles. Cuando su amiga se desmayó por una fuerte hemorragia tras tomarse las pastillas abortivas, entró en pánico porque la acompañante que debía estar al otro lado del teléfono nunca contestó los mensajes ni las llamadas. Finalmente logró controlar la situación buscando opciones en internet.
Después de la experiencia, la trabajadora social optó por unirse a grupos que trabajaban con plantas para abortar, una práctica vigente en distintas comunidades indígenas de América Latina.
Se trata de una mezcla de hierbas que se toman en infusión para interrumpir embarazos de pocas semanas, pero como algunas plantas pueden ser tóxicas en las dosis equivocadas algunas organizaciones lo consideran un método inseguro y no hay un consenso generalizado a favor de su uso.
“Aquí no se puede saber (lo que hacemos), es bien peligroso”, confesó encerrada en su habitación una señora menuda y vigorosa con más de medio siglo de vida y nueve hijos.
Susurrando sentada sobre la cama, la mujer de una comunidad campesina contó que aprendió de parteras experimentadas en Guatemala cuando comenzaron a aumentar los embarazos no deseados en jóvenes.
“No vamos a dejar que se queden así, sobre todo las niñas, que no están preparadas” para parir, confesó interrumpiendo la conversación cada vez que se acercaba alguien a la puerta. Es que en su pueblo todos dicen que abortar “es peor que matar a un adulto”.
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La joven de 27 años de las montañas cafetaleras afirmó que gracias a la red clandestina de activistas volvió a estar en paz. Siguiendo el protocolo que le explicaron se hizo un nuevo ultrasonido después del aborto en una clínica privada lejos de su casa para evitar que alguien la reconociera.
Cuando confirmó que todo estaba bien, se concentró en ahorrar. No había podido pagar las pastillas en su momento y quería conseguir ese dinero para que los grupos de acompañantes sigan funcionando.
Pero el secretismo de la red se impuso. No pudo volver a localizar a nadie. Su acompañante anónima ya no contesta el teléfono.
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La periodista Iolany Pérez contribuyó a esta nota desde El Progreso, Honduras.