Yoani Sánchez analiza en su columna los paralelismos entre la caída de Bashar al Asad en Siria y varios regímenes latinoamericanos.La gran noticia de este final de año es, sin duda, la huida hacia Moscú del dictador sirio Bashar al Asad. El desmoronamiento de su régimen, que abre un abanico de posibilidades y de temores sobre el rumbo político que tomará Damasco, también refresca lecciones sobre los tiranos que, no por conocidas, deben dejar de ser repetidas y tomadas en cuenta. Como un tigre de papel, el otrora feroz caudillo escapó con su familia, dejó a sus funcionarios en la estacada y abandonó a su ejército. De esta parte del mundo, más de un gobernante autoritario debe tener pesadillas desde entonces.
El que hasta hace pocas semanas parecía un hombre sólidamente atenazado al poder, que había logrado resistir una larga guerra civil y estaba comenzando a ser reinsertado en organismos internacionales como la Liga Árabe, pasó en apenas unas horas a escapar de sus palacios, subirse a un avión con su familia y terminar en Moscú.
Sus militares se quitaron los uniformes a la carrera y los dejaron tirados en la calle, los carceleros que custodiaban la temible prisión de Sednaya huyeron y el partido Baaz que lideraba ha suspendido toda su actividad "hasta nuevo aviso". Todo el aparato de control y coacción del autócrata se desmoronó, a pesar del miedo y de contar con el apoyo de Rusia.
De este lado del Atlántico, las imágenes del pueblo sirio entrando en las estancias ricamente decoradas donde habitaba Al Asad y la apertura de las celdas repletas de opositores deben haberle arrebatado la tranquilidad a más de uno.
Desde hace un tiempo, los impresentables regímenes de Nicaragua, Venezuela y Cuba también se han afanado en mostrar su cercanía con el Kremlin. Salen en las fotos con funcionarios, ministros y militares a las órdenes de Vladimir Putin para, entre otras cosas, enviar el mensaje de que a sus espaldas el fiero oso ruso se levanta. Usan la proximidad y sintonía política con Moscú también como advertencia de invulnerabilidad y fortaleza.
Sin embargo, junto a Al Asad, el gran derrotado en Siria ha sido justamente Rusia que, empantanada en la invasión a Ucrania, no pudo defender a su compinche de Damasco. Ni la base naval de Tartús, ni los aviones con pilotos enviados por Putin impidieron la caída de una dinastía que arrebató la libertad de su pueblo por más de medio siglo. Tampoco la protegió la complicidad diplomática que exhibía Moscú con Damasco en los foros internacionales. En pocos días, todo eso se convirtió en solo palabras, gestos y pasado.
Para un nonagenario como Raúl Castro, que mantuvo vínculos de colaboración y complicidad primero con Háfez al-Ásad y posteriormente con su hijo, debe estar siendo especialmente difícil tramitar lo sucedido. El mundo que él conoció ya no existe: el campo socialista implosionó, el muro de Berlín cayó, los aliados políticos han ido perdiendo el poder uno a uno o muriendo en el olvido y, más de uno de sus cercanos caudillos ha caído ante el empuje de su propia gente. Para colmo, ya Moscú no parece provocar el miedo de antaño, no es capaz de cuidar las espaldas de sus secuaces. A los compañeros de ruta autoritaria apenas les queda ahora irse a refugiar a la tierra de Putin. (ms)