En los tiempos del Regente de Hierro, Ernesto P. Uruchurtu, la Ciudad de México parecía haberse convertido en una extensión de los pantanos sudamericanos, pues había más de tres mil “cocodrilos” rodando por sus calles. Esos reptiles no comían gente, eran más grandes que los ejemplares comunes, se movían por la energía de la gasolina y llevaban en su interior a un caballero uniformado que pisaba el freno cuando una mano se agitaba, para luego exclamar: “Buenas tardes, ¿adónde va?”.
Ésos eran los taxis cocodrilos y sus conductores eran conocidos como ruleteros, choferes —del francés chauffeur, que igual significa fogonero que chofer o conductor— o chafiretes. Ya desde los años cincuenta, todos hablaban de los chafiretes, y Dámaso Pérez Prado los había hecho inmortales con uno de sus famosos mambos: “Yo soy el chafirete —que sí, señor, el chafirete—”.
La transformación del vocablo es peculiar, porque, si bien chafirete siempre pareció emplearse de modo natural y amable, las definiciones que aparecen en diccionarios, como en el DRAE o el de mexicanismos de Guido Gómez de Silva, coinciden en que es una manera despectiva de señalar a un chofer. O sea, hoy un chafirete sería un chofer —no necesariamente de taxi— que no respeta las normas sociales, es decir un conductor cafre, sin respeto del oficio y en la búsqueda exclusiva de su beneficio; un poco en el tenor de la canción Chilanga banda, de Jaime López: “chambeando de chafirete me sobra chupe y pachanga”.
Para algunos, sin duda valdría la pena quedarse con el origen de este singular arcaísmo, que nos remite a ese oficio casi mágico para salir de la pobreza; a las calles semidesiertas, pero con tranvías, y al orgullo, casi heroico, de que vamos sobre un “cocodrilo”: ese flamante Chevrolet 53.
(Algarabía 53, Arcaísmo)