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Lee Harvey Oswald, el asesino de JFK a quien nadie quería cargar en su funeral

Una tarde plomiza de noviembre yo ayudé a cargar el ataúd barato de madera de Lee Harvey Oswald hasta una tumba en una ligera elevación cubierta de hierba marchita.

Sin dolientes que ayudaran a cargar el ataúd, nos tocó a mí y a otros reporteros que cubrían el funeral del asesino de John F. Kennedy. Cincuenta años después, sigo siendo una nota menor al pie de página, y renuente a ello, en la historia de Estados Unidos.

Alguien me dijo que a Oswald lo iban a enterrar en el Cementerio Rose Hill en Fort Worth, donde había pasado parte de su niñez, un día después que Jack Ruby, dueño de un club nocturno, lo mató a tiros cuando lo trasladaban de prisión el 24 de noviembre de 1963, dos días después de la muerte de Kennedy.

Como corresponsal de The Associated Press en Fort Worth, me tocó cubrirlo.

Cuando llegué descubrí a decenas de policías y agentes federales, reporteros y fotógrafos, pero ningún doliente esperando despedir a Oswald, para bien o para mal. Una escolta policial entregó el ataúd de Oswald a primeras horas de la tarde. Mucho después varios policías llegaron acompañados de su familia: su madre Marguerite, su hermano Robert, su viuda Marina y sus dos hijas, June Lee, de 2 años, y Rachel, entonces muy pequeña.

No fue nadie más, si siquiera un ministro religioso. Con un ligero gesto de cabeza, Jerry Flemmons, del Fort Worth Star-Telegram, se volteó hacia mí y dijo; “Cochran, para poder escribir del entierro de Lee Harvey Oswald, vamos a tener que enterrar al maldito nosotros mismos”.

Y así mismo fue. Las autoridades reunieron a los reporteros y les pidieron que cargaran el ataúd. Yo fue uno de los primeros a quienes preguntaron, y les contesté redondamente que no. Entonces, Preston McGraw, de United Press International (UPI) dio un paso al frente y se brindó de voluntario, y como mi principal competir como periodista aceptó el reto, me di cuenta del error y me uní a McGraw y a los otros reporteros.

La ceremonia fue breve y simple. El reverendo Louis Saunders, secretario ejecutivo del Consejo de Iglesias de Fort Worth, fue reclutado para ocupar el lugar del ministro que abandonó su deber. Sus palabras —”no estamos aquí para juzgar, sino para enterrar a Lee Harvey Oswald”—  casi no se escucharon, ahogadas por los sollozos de la madre y la viuda de Oswald. Con los ojos enrojecidos e inflamados, Marina Oswald se colocó junto al ataúd de su esposo y dijo algo en voz muy baja.

Poco después que el presidente fue enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington junto a su familia y millones de personas que veían la ceremonia por televisión en todo el mundo, los restos de Oswald fueron colocados en la tumba a las 4:28 de la tarde

Durante muchos años yo seguí reportando sobre el asesinato, entrevisté a la madre de Oswald, investigué teorías conspirativas y escribí artículos en los aniversarios de aquel día aciago en Dallas.

Para una de esas crónicas de aniversario, quería entrevistar a la viuda de Oswald. Marina Oswald se había vuelto a casar, se había mudado a un suburbio de Dallas y casi nunca hablaba con los reporteros. Se decía que el nuevo marido había perseguido a un reportero con una pistola en la mano.

Una mañana nublada a principios de noviembre me acerqué a la casa después de cerciorarme que el hombre se había marchado al trabajo. No había llamado antes, pero me identifiqué como reportero de la AP cuando Marina Oswald abrió la puerta.

“Ya no soy noticia”, me dijo, dejando en claro que no tenía intenciones de hablar conmigo.

Era una mujer delgada y rubia, con ojos llamativos de un intento azul verdoso y un distintivo acento ruso. Ella tenía 24 años y yo debo haberme quedado mirándola como un bobalicón.

“¿Pasa algo?”, preguntó.

Cohibido, balbucee que no la había visto desde aquel día en Rose Hill.

“¿Usted estaba allí?”, preguntó. Le dije que fui uno de los que cargó el ataúd.

Sorprendida, me dijo que lo menos que podía hacer era invitarme a un café. Varis horas después todavía estábamos hablando y fumando. Como Oswald le había prohibido fumar el tiempo que estuvieron casados, ahora era una chimenea.

“¿Ha tratado de analizarse usted mismo?”, me preguntó en cierto momento, y entonces agregó: “Es algo muy difícil”.

Cuando le pregunté sobre las conclusiones de la Comisión Warren de que su esposo fue el único asesino, dijo: “Pienso mucho en eso. Trato de olvidar. Es algo muy difícil. Es como una pesadilla… tengo pesadillas”.

Años más tarde, en 1983, cuando trabajaba en una nota sobre el 20mo aniversario, entrevisté a Marina Oswald por segunda y última vez. Fue igualmente franca y seguía fumando como una chimenea.

“Durante un tiempo pensé que todo pasaría”, dijo. “Pero ahora acepto el hecho de que tengo que vivir con esto el resto de mi vida.

“Es posible que todavía sea ingenua, pero no soy estúpida”. 

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