Dentro de los muchos rostros y personajes que rodean la prostitución en la Ciudad de México, no todos venden su sexo, hay otros como Romero que venden su tiempo de sueño y un espacio en su auto. “Las terapias son gratis”, dice a Letra Roja este chofer con 20 años de trabajo como taxista, pero cinco de ellos dedicados a dar servicio exclusivo a un par prostitutas por la noche, en la zona de avenida Nuevo León.
Chofer de la lujuria
En sus primeros años al frente del volante, Romero decidió meterse a la zona centro de la Ciudad, a pesar de las muchas advertencias por parte de amigos, sobre el tráfico desquiciante que lo haría perder dinero y gasolina. Movido más por el orgullo, decidió “ruletear” 10 horas diarias antes de volver a su casa en Álvaro Obregón.
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Luego de un año con pocos resultados financieros, suficiente para no morir de hambre, su tío le consiguió un espacio en un sitio de taxis por Plaza de la República, donde le convenía formarse por las noches gracias a la mejor tarifa y la cotidianidad de los viajes largos, en especial los fines de semana.
Así, Romero llevó su vida un buen rato: trabajaba de las 22:00 a las 7:00 horas, tenía buenas ganancias, tiempo libre en el día, y ninguna responsabilidad como soltero. Aunque los sábados y alguno que otro viernes, también lo hacía por las mañanas. Hasta que conoció a Lorena, “su gallina de huevos plateados”, como le dice en tono de broma. “Si fueran de oro ya estaríamos de vacaciones los dos” añade sonriente.
No es que Romero sea un proxeneta o padrote con Lorena, pero la nombra así como una suerte de “cariñito”, pues sin quererlo le dio un giro a su vida, con mejores ganancias por poco trabajo, en un acuerdo que funciona a la perfección tanto para él como para sus clientas.
Platica que a Lorena la conoció en el sitio de taxis. Una noche, al parecer un cliente la plantó en un hotel cerca del Monumento a la Revolución y como ya era noche –o muy temprano, pues eran casi las cinco de la mañana- pidió servicio para llegar a su casa.
La personalidad dicharachera de Romero fue suficiente para hacer clic con Lorena, pues a los cinco minutos ya charlaban de la vida y sus vicisitudes. Aunque la describe guapa, alta y caderona, acepta que nunca la intentó conquistar. Desde que subió a su Chevrolet Pointer, él supo que se trataba de una prostituta, e incluso creyó que era hombre, fue más bien su morbo por platicar con una trabajadora sexual lo que motivó su conversación.
Veinticinco minutos de viaje y una tarjeta con su contacto de por medio, fueron suficientes para que naciera una incipiente camaradería. “Esa chica es de ley, yo creo que por eso nos caímos bien”, mencionó para explicar cómo fue que a los siete días, ella le llamó para pedir otro servicio, ahora para llevarla a su trabajo en Sullivan.
Los viajes, de ida y vuelta a su casa, se hicieron más constantes y como eran “especiales” la tarifa no bajaba de 300 pesos, más de lo obtenido en un servicio nocturno promedio. Tiempo después “no sé qué broncas tuvo ahí con otras chicas supuestamente y se tuvo que mover a (Avenida) Nuevo León (…) yo tampoco le pregunté, sí somos valedores y todo pero si no me quiso contar fue por algo”, narró el chofer de las “ladyes”.