Decenas de miles de trabajadores se emplean en la Central de Abasto de Ciudad de México, la mayoría sin trabajo formal y sin seguro, amparándose en un solo lema: hay que «echarle ganas» para llegar a final de mes, o a final del día.
«Aquí no hay descanso. No tenemos seguro social, no tenemos vacaciones pagadas. Aquí es como vaya; vamos al día», explica a Efe Antonia, una vendedora de nopales de 52 años que lleva 25 en la central, considerada por la Unión Mundial de Mercados Mayoristas como el centro mayorista más grande del mundo.
Todos los días y a todas horas, este espacio es un hervidero de camiones, productos, vendedores y compradores, unos 300.000 diarios.
Una ciudad dentro de una ciudad en la que se puede encontrar todo tipo de comestibles y otros productos que luego se distribuyen por toda la zona metropolitana del Valle de México, donde habitan más de 20 millones de personas.
«¡Aguas! (cuidado)», grita un carretillero mientras recorre el pasillo I-J, que con sus 850 metros de largo parece no tener fin, esquivando paradas, vendedores ambulantes y miles de compradores.
Esta ciudad comercial cuenta con alrededor de 13.800 «diableros», como conoce a los hombres, de todas las edades, que transportan paquetes gigantes por los pasillos en carretillas (diablos, por las manijas que asemejan cuernos).
Saúl y César tienen 23 y 34 años y llevan ya varios años en el oficio, uno de los más duros de la central, y de los peor considerados.
«Al diablero lo discriminan, pero hay muchos aquí que dependen de una carretilla. No tienen estudios, ni papales, ni certificado de secundaria para un trabajo formal», explica Saúl, que lleva dos años trabajando y en un almacén de carretillas, donde también aprendió a fabricarlas.
César, siendo todavía joven, ya se plantea cambiar de oficio. Lleva desde el año 2000 como carretillero en la central, donde empezó con 16 años.
En un buen día, comentan, pueden ganar unos 500 pesos (unos 28 dólares), aunque habitualmente regresan a casa con unos 250 pesos (14 dólares), luego de una larga jornada.
Su trabajo, duro, cansado y mal pagado, ejemplifica el de miles de otros empleos en México, un país que cerró 2017 con una tasa de desempleo de 3,3 %, pero cuenta con 30,2 millones de personas en la economía informal, el 57 % del total.
A la informalidad se suma el salario mínimo, uno de los más bajos de América Latina, de 88,36 pesos (4,9 dólares) al día.
Plácido tiene 71 años y es un productor de flores. A media mañana ya ha vendido buena parte de su mercancía, que trae del céntrico estado de Puebla, porque la venta empieza de noche.
Lleva toda la vida sembrando plantas, por lo que dice que el trabajo es «fácil», y lo hace con varios de sus hijos.
«¿Quién me va a pensionar a mí, si soy patrón?», se pregunta este hombre de campo, quien explica que a veces no venden «nada», y en fechas señaladas, sí se logra una venta «regular» que le permite subsistir.
En la Central de Abasto, que mueve 9.000 millones de dólares anuales, se ven hombres y mujeres de todas las edades trabajando, incluso adolescentes.
Alfredo tiene 30 años y empezó en la central a los 17. Hoy trabaja en una frutería de cocos, con 11 horas diarias de empleo y un día de descanso entre semana. Gana según el día y la venta y sonríe cuando se le pregunta qué le gusta de su «chamba» (labor).
«Pues el trabajo es siempre el trabajo. Se hace, la mayor parte, siempre por necesidad, no por gusto», dice algo resignado.
Andrés tiene 25 años y también empezó a trabajar de adolescente. Simpático, vende fresas y dice que le gusta el irrefrenable «movimiento» de la central, aunque le preocupa seguir sin contrato, trabajando informalmente, a largo plazo.
Tesón y empeño caracterizan a los miles de trabajadores de esta central que representa, en mayor o menor medida, una buena parte del México laboral, que este primero de mayo celebra el Día del Trabajo.
Y al nuevo presidente, que será elegido el 1 de julio, la mayoría de los trabajadores de la central coinciden en decirle en una cosa: «Que se ponga a trabajar», como dice Antonia.