Todo tiempo pasado….¿fue mejor?

La convivencia entre jóvenes y adultos podría no ser tan conflictiva si ambos aprendieran de ellos mismos, pero también si atisban en los errores cometidos por aquellos que pertenecieron a las generaciones pasadas

Todos, absolutamente todos, somos producto de nuestros tiempos. Sentimos, pensamos, actuamos y vivimos de acuerdo a la época que nos corresponde vivir. Y aunque algunos somos de personalidad conservadora y otros tantos somos de perfil liberal, lo cierto es que los múltiples desencuentros generacionales que a diario se gestan entre adultos y jóvenes casi todos tienen que ver con el hecho de que no sabemos tolerar ni respetar a aquellas personas que en su concepción y actuación son diferentes a nosotros porque “están demasiado rucos” o “son demasiado chavos”.

Así de simple.

Sin embargo, la convivencia entre jóvenes y adultos podría no ser tan conflictiva si ambos aprendieran de ellos mismos, pero también si atisban en los errores cometidos por aquellos que pertenecieron a las generaciones pasadas y que una y otra vez, a causa de la cerrazón, la arrogancia y la insensibilidad desperdiciaron infinidad de posibilidades para establecer vínculos emocionales más sólidos.

Antes que nada hay que comprender, en una primera instancia, que los adultos reconocen que su entorno pasado, además de nostalgia, los remite en automático a sus vivencias y es, en base a éstas, que un ser humano logra forjar su carácter, ya sea para bien o para mal. Además, cabe destacar que una persona madura reconoce sus valores y creencias a partir de las enseñanzas que tuvo tanto de sus padres y de sus abuelos, lo que les permite, a diferencia de una persona joven, contar con una inteligencia emocional lo suficientemente definida como para saber distinguir asertivamente conceptos como el bien o el mal y, al mismo tiempo, sus acciones ya van impregnadas de una carga ético-moral consolidada, algo que un chamaco no tiene.

Por su parte, los jóvenes son todo lo contrario, viviendo el día a día empapados del empirismo detonado por la simple condición de que no acumulan muchas experiencias todavía y porque, en la mayoría de los casos, consideran que “ya lo saben todo” y quieren comerse el mundo a puños para demostrarle a todos que ya están listos para vivir. Pero es justo que al comportarse de esta manera (que de ningún modo podemos considerarla una forma grosera de comportarse, sólo son impetuosos e imprudentes) que hacen sentir agraviados e insultados a los adultos, quienes a su vez también suelen proceder de manera impositiva cuando se trata de trabar una convivencia con gente menor a ellos. Un ejemplo clarísimo de esto lo podemos tomar de la sinergia diaria que se suscita entre padres e hijos, con los primeros queriendo hacer valer su autoridad y experiencia ante los segundos, que con su rebeldía e insensibilidad siempre quieren tener la razón… aunque no la tengan.

Ciertamente es prácticamente imposible que los adultos del hoy, quienes irónicamente fueron los muchachos del ayer, logren ponerse de acuerdo con los jóvenes de la actualidad, quienes irremediablemente están destinados a ser los adultos del mañana y estos tendrán que enfrentar y confrontar a sus hijos, quienes les sacarán canas verdes lo quieran o no. La brecha generacional es algo contra lo que jamás habrá una vacuna o un antídoto, simplemente se tiene que vivir y se tiene que experimentar, primero siendo parte de unos y después siendo parte de otros. Aquí lo interesante es que, para lograr encontrar un balance y una armonía es que ambos pudieran desplegar un poco de empatía y ver que ninguno representa una especie de enemigo al otro, sino que, digamos, son como un “mal necesario” el uno para el otro.

¿O ustedes cómo lo ven?

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