Cuando los policías arrojan gases lacrimógenos a los manifestantes que exigen la renuncia de la presidenta peruana Dina Boluarte, la mayoría de éstos se alejan corriendo. Sin embargo, unos cuantos corren a toda velocidad hacia los contenedores para neutralizarlos, ellos son los llamados “desactivadores”.
Con máscaras antigás, gafas de seguridad y guantes gruesos, estos voluntarios sujetan los contenedores calientes y los arrojan dentro de enormes botellas de plástico llenas con una mezcla de agua, bicarbonato de sodio y vinagre.
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Los desactivadores aparecieron en Perú por primera vez en las manifestaciones callejeras de 2020, inspirados por las protestas en Hong Kong, donde en 2019 se esgrimieron nuevas estrategias para contrarrestar los efectos irritantes y sofocantes del gas lacrimógeno.
Los manifestantes en Lima se enfrentan a estos gases casi a diario, haciendo que más personas se sumen a las filas de desactivadores que intentan proteger a los inconformes y que las protestas continúen.
Los peruanos se están manifestando desde diciembre de 2022, cuando el expresidente Pedro Castillo fue destituido después de un intento fallido por disolver al Congreso. Su vicepresidenta, Boluarte, asumió el poder de inmediato y desde entonces ha encontrado una firme oposición.
En total 58 personas perdieron la vida en sucesos relacionados con las protestas, incluido un policía, y 46 de los decesos ocurrieron durante enfrentamientos directos entre manifestantes y agentes policiales.
Las protestas pusieron al descubierto las profundas divisiones en el país entre las élites urbanas y los pobres rurales.
Al principio las manifestaciones se concentraron en el sur de Perú, una región desatendida por un largo tiempo que siente un particular apego a los orígenes humildes de Castillo, un maestro rural del altiplano andino. Pero hace unas semanas, miles de personas se trasladaron a la capital peruana y la policía las recibió con gases lacrimógenos.
El jueves, mientras los manifestantes se congregaban en el centro de Lima, Alexander Gutiérrez Padilla, de 45 años, daba un curso intensivo en las inmediaciones de la Plaza San Martín sobre cómo mezclar el vinagre y el bicarbonato con el agua, y la mejor manera de sujetar los contenedores de gases lacrimógenos.
“Si no desactivamos, la gente se dispersa y la marcha se rompe”, declaró Gutiérrez. “Por eso somos pilares de esta marcha”.
Junto a él estaba Wilfredo Huertas Vidal, de 25 años, quien se ha dado a la tarea de recaudar donativos para comprar guantes y demás equipo de protección y repartirlos entre los que quieren ayudar.
“¿Quién quiere guantes? ¿Quién quiere guantes?”, gritaba de pie junto a varias botellas de agua, máscaras antigás y gafas de seguridad.
Cuando los manifestantes se trasladaron a Lima se reactivaron viejas redes y resurgió la táctica, la cual se vio por primera vez en el país a fines de 2020, durante las protestas contra el entonces presidente Manuel Merino.
Vladimir Molina, de 34 años, quien participó en las protestas de 2020, ahora dirige lo que llama una “brigada”. Consiste en unas 60 personas, incluyendo paramédicos, desactivadores y activistas de “primera línea”, los cuales se colocan entre los manifestantes y la policía con escudos, en un intento por bloquear cualquier perdigón o contenedor de gas lacrimógeno que los agentes policiales puedan arrojar a la multitud.
“Cada día entra más y más gente”, dijo Molina. Hay tanto interés en su grupo que solicitó que todo aquel que esté interesado en sumarse cuente con su propio equipo.
Al arrojar los contenedores de gases lacrimógenos a la solución acuosa, “lo que hacen es extinguir la carga pirotécnica para que ya no pueda salir el gas”, dijo Sven Eric Jordt, profesor de anestesiología en la Universidad Duke.
Los manifestantes podrían conseguir lo que quieren usando únicamente agua, aunque el dióxido de carbono que se crea al mezclar vinagre y bicarbonato de sodio podría “formar un baño de espuma que sofoca la carga” aún más, especuló Jordt.
Podría ser sólo cuestión de tiempo antes de que las autoridades empiecen a usar métodos para obstaculizar la efectividad de los desactivadores. Ahora los fabricantes están produciendo gases lacrimógenos con cartuchos plásticos que se sujetan al asfalto de forma que “ya no se pueden recoger”, comentó Jordt.
Temerosos de sufrir represalias de parte de policías y fiscales, muchos de los desactivadores prefieren permanecer en el anonimato, manteniendo el rostro cubierto incluso cuando no hay gases lacrimógenos.
Boluarte le ha dado un firme respaldo a las fuerzas policiales, y recientemente el gobierno anunció un bono para los agentes de policía.
La presidenta dijo que la labor de los policías que controlan las protestas en Lima es “inmaculada”, a pesar de que a menudo arrojan gases lacrimógenos y perdigones de forma indiscriminada. En contraste, asegura que los manifestantes son violentos y están financiados por grupos del narcotráfico y mineros ilegales.
Andrea Fernández, de 22 años, acaba de iniciarse en la labor de desactivar gases lacrimógenos. ”Me gusta la adrenalina, la verdad”, dijo poco después de recibir un par de guantes de manos de Huertas y escuchar atentamente las instrucciones.
Reconoció que al principio en realidad no le importaba la crisis política del país. Y entonces comenzaron a acumularse los muertos.
“Hay muchos campesinos que han llegado de muchos lados del Perú y vienen a marchar cara a cara, pero no tienen la protección necesaria”, declaró Fernández.
Félix Davillo, de 37 años, también dijo que el número de fallecimientos lo impulsó a convertirse en desactivador.
“Tomé esa decisión por toda la muerte que está habiendo ahorita en Puno”, comentó, refiriéndose a la región del país en donde ocurrió algunas de las manifestaciones más letales.
La falta en general de equipo de protección también derivó en que muchos manifestantes resulten heridos por el uso generalizado de armas menos letales.
Entre el 19 y el 24 de enero, Médicos Sin Fronteras atendió a 73 pacientes de las manifestaciones en Lima que sufrían de exposición a gases lacrimógenos, heridas de balas de goma, moretones o angustia psicológica, informó el organismo.
El hecho de que los desactivadores corran un mayor riesgo de lesionarse no espanta a Julio Incarocas Beliz, quien tomó una de las grandes botellas de agua en la plaza para su primer día como desactivador. “Yo hice servicio militar y jamás he tenido miedo”, comentó el hombre de 28 años. “Lucho por mi patria”.