Para leer con “Me Gusta Cómo Eres”, de Jarabe de Palo, con Pau Donés
Desde luego, para Kim.
Los números invitan a pensar que hay otro lenguaje que poco o nada entendemos y que hay otra dimensión para comprender la realidad, una que dista mucho de ser solo una.
No es casualidad que “contar” sea un término diseñado para establecer el relato de hechos significativos, tanto como para llevar la cuenta de todo lo que necesite ennumerarse.
Una vez que contamos con los medios como especie, encontramos el método para cuantificar el mundo que nos rodeaba: no solo porque se podía, sino porque era significativo. Uno celebra cuatro años de aniversario, pierde 5 kilos o le aumentan 15% el salario. Es distinto a cero y representa algo en la vida.
Igual que la narrativa, el objeto de los números es fluir. Fueron descubiertos al margen de su elegancia: en secuencias de piedras, conchas y hasta dedos de la mano, hasta que las cantidades superaron los apoyos y la limitación retó al ingenio.
Así se ideó una base para estructurar progresiones ordenadas, tomando como base la cantidad de dedos que tenemos en las manos. Y lo que siguió fue buscar la designación conceptual para referir esa cantidad que uno trajera en mente.
Hace más de 5 mil años los Babilónicos plantearon al número 60 como su referente. Los Mayas, en cambio, voltearon hacia abajo para incluir los dedos de los pies y así proponer al 20 como su base.
Los Incas introdujeron la noción de “quipus” —nudos— para llevar su contabilidad sobre la confianza de cuerdas y colores.
En Egipto, el ecosistema hizo resonar el sentido del conteo: durante las lluvias padecían severas inundaciones que modificaban las dimensiones de los campos sobre los que trabajaban. El Faraón, entonces, ordenaba una nueva métrica y su reparto era ahora proporcional para los campesinos. Así se descubrió el uso de la fracción: el número resultado de una división.
Los chinos, tan prácticos y complejos a la vez, tenían dos sistemas de numeración. Los griegos y romanos utilizaban el sistema Alejandrino para su representación numérica: las letras poseían un valor numérico como otra capa de sentido en un lenguaje paralelo.
Los números presentan una propuesta de valor emergente para el ser humano. Forman parte de la vida como esta se contabiliza y se fracciona, se multiplica y se resta.
Pero también prueban un dilema en el cual nos hemos confundido: el de la infinitud. Si a uno se le suma o resta uno de manera consecutiva, no habrá fuerza que pueda contener dicho avance. En otras palabras: sí existe esa puerta infinita que el cerebro binario no puede asimilar.
Estar cotidianamente predispuestos al hallazgo en lo más pequeño, engrandece. No por la recompensa, sino por el grácil acto de dejar de gritar y empezar a escuchar. Ahí es donde un número afecta el funcionamiento de un plano aritmético y lo vuelve geométrico: como la persecución de evolución de las diferentes culturas que nos precedieron.
De ahí, que ser sensibles a los números —aquellos que designan impermanencia en uno— obligan a construir puentes con el mundo: señalan patrones de información métrica que ayudan a navegar y a definir perentoriamente el mundo.
Nietzsche lo deja claro. Detecta que en la mirada, aparentemente perdida de una vaca, yace la clave de su felicidad. Mira así el mundo no porque carezca de argumentos, sino porque está saturada de presente. Cuenta 1 y se da cuenta de ello, para entonces dar paso a otro 1. Sea esto un segundo, una respiración, un instante, un aniversario o una vida.
Ahí está la felicidad: en lo que representan los números. En habitarlos. Vivamente.