Para leer con: “Easy Now”, de Noel Gallagher’s High Flying Birds
No viajó nunca y murió en el pueblo que nació: Konigsberg. Immanuel Kant, el filósofo a quien todos identificaban por su enorme y desproporcionada cabeza, pensaba que el buen gusto se depositaba en la imaginación.
Carrie Fisher lo explica en una película: “Todo mundo asume que tiene buen sentido del humor y mejor gusto”. Pero ¿no es de mal gusto hablar de uno mismo? ¿Quién y cómo define las reglas del buen gusto, siendo este un sentido meramente aprendido y estrictamente personal?
¿Dónde está la belleza: en el objeto o en el ojo?
La primera barrera en este ejercicio apunta a la subjetividad. Hay quien puede quedar impactado con una pintura de Mark Rothko al grado de las lágrimas, mientras que para otra persona, el cuadro no merece 20 segundos de su tiempo.
Son los sociólogos quienes opinan que las preferencias artísticas no son del todo subjetivas y cuentan con profundos componentes sociales. De ahí la pregunta: ¿se encuentra la belleza en el ojo que la percibe?
Responder por qué gusta algo no es tan simple. Las preferencias pueden estar inducidas por influencias sociales, históricas, por costumbres o por aspiraciones.
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David Hume, filósofo inglés del Siglo XVIII, pensó que el buen gusto exigía “una delicadeza de los sentimientos” para detectar y distinguir aquello que pudiera ser agradable de lo que no.
Da la impresión de que el buen gusto estaría limitado a una evaluación de la calidad de la obra en cuestión por un criterio homologado y estable, sea en grupos sociales, siglos, latitudes o habitaciones.
Pero no, la experiencia dice lo contrario. Por ejemplo, en el Tíbet rural la cocina que se considera más sabrosa sabe a caca.
Dados los accidentes orográficos, los asentamientos habitables se encuentran a una considerable altitud, lo que hace que la gente difícilmente baje a los valles para aprovisionarse de combustible y use el excremento de yak (una especie de bisonte) como parte del fuego que calentará sus alimentos.
Esta ha sido la tradición a la que se han visto expuestas varias generaciones de tibetanos, que cuando prueban algo que no tenga ese característico aroma de cocción, lo rechazan por saber feo.
Los ingredientes del buen gusto
Dos críticos de vino se dan cita en un espacio para evaluar una nueva botella. El primero establece que el vino es excepcional por una nota a cuero que llamó su atención. El otro crítico, emocionado, habla de un inusual sabor metálico que lo cautivó. Al final del evento, se vacía el recipiente del vino y se encuentra una llave con una correa de cuero atada a ella.
Esta situación narrada por el propio David Hume apunta que la experiencia, las horas de vuelo y la sensibilidad para comparar y degustar componentes sutiles —ya sean de vino, arte, música o cualquier representación de la realidad— pueden influir, pero no determinar.
Parte de las implicaciones para comprender el buen gusto apuntan a considerar los ingredientes individuales de la obra en función armónica e integrada con la colectividad de los elementos que la componen.
El vino es una pieza de colección para el crítico que le encontró sabor a metal, como para el que le dio peso a una discreta esencia a cuero. Ningún componente podría explicar el efecto del buen gusto de manera aislada.
El papel subjetivo de sus ingredientes parece ser la llave para notar que, en lugar de obedecer un juicio analítico se trata más bien de uno que integra referentes a lo largo de la vida.
¿Qué es tuyo y no eres tú?
Un objeto bello cuenta con una estructura, consistencia o unidad que no puede terminar de describirse. No hay reglas de empleo ni acuerdos sociales que determinen el uso del concepto de belleza, pero el sentimiento de placer tampoco figura como fuente única de valor para delatar cuando se está en presencia de algo hermoso.
Frente a una obra maestra se tienden patrones, guiños, capas y referencias que orientan la lectura hacia un encuentro con nuevos significados, lo que demanda —al menos— imaginación, pero como la belleza es un concepto inacabado y subjetivo, la mera búsqueda constituye parte de la dimensión de este mentado buen gusto.
Kant pensaba que el buen gusto residía en la capacidad de imaginación. De esa forma (personal, interna e indescriptible) se descubrirían nuevas capas de exploración, significados y argumentos para mantener vivo este ejercicio de búsqueda al que llamamos buen gusto.
Dicho de otra manera: es el viaje, no el destino; la búsqueda y no el encuentro; la curiosidad y no el placer hedónico, el corazón depositario de la fascinación por descubrir todas las dimensiones posibles que una obra puede presentar a la razón y a la emoción y que le dan geometría a esta plataforma de existencia.