Uno de nuestros graves problemas de salud pública depende de nosotros y se podría resolver con una sencilla fórmula: una dieta correcta. Somos una de las naciones con mayores índices de obesidad en el planeta y, también, uno de los países con los peores hábitos de alimentación. Nada en contra de la comida mexicana, patrimonio inmaterial de la Humanidad, este es un tema de combinaciones y de porciones.
Mi generación, y varias que siguieron, creció con una serie de comportamientos que ayudaron a distorsionar, paulatinamente, nuestra relación con la comida. Uno de los que más recuerdo era la estricta regla de no abandonar la mesa hasta dejar el plato prácticamente limpio. Dejar de comer por sentirse lleno era interpretado como desperdicio y, en un país como el nuestro, eso era imperdonable; aunque se tolerara en otros sitios y con otro tipo de alimentos.
Tiene una explicación. México logró una estabilidad social ya bastante entrado el siglo XX, luego de una Revolución que provocó años de escasez y frugalidad. La posibilidad de vivir en paz es también la oportunidad de prosperar y no hay nada que refleje más eso, que una mesa llena de comida. Cuando consultábamos a nuestros abuelos sobre esa época convulsa, respondían con historias que tenían en común la carencia, por eso debíamos aprovechar la fortuna de poder comer lo que quisiéramos y en la cantidad que nos gustara. Las recetas eran las mismas, igual que la habilidad de las cocineras, lo que cambió fueron las porciones y esa idea de que los más pequeños y los jóvenes debían comer más para garantizar una salud adecuada.
Año con año, la vida se hizo más sedentaria y al régimen alimenticio de la niñez y de la juventud se le sumó el de horas sentados frente a un escritorio y la reducción en el tiempo que dedicábamos a convivir en áreas recreativas públicas, que no son otras que parques y deportivos. El arribo de muchas herramientas tecnológicas para entretenernos nos hizo pasar todavía más tiempo dentro del hogar, en lugar de afuera.
Existe una relación directa entre el consumo de calorías y la actividad física, que se fracturó por una modificación en la ingesta de carbohidratos, azúcares y alimentos procesados que se volvieron, tristemente, la columna vertebral de la nueva dieta de las y de los mexicanos. Siempre hemos sido una sociedad de antojos, pero lo éramos a la par de hábitos que nos permitían movernos y hasta ejercitarnos mucho más. Entre menos nos movemos, gastamos menos calorías y esas tienen que acumularse en algún sitio, ya sea en la cintura o en las arterias; lo que a lo largo de varias décadas ha generado padecimientos cardiovasculares, diferentes tipos de diabetes e hipertensión.
Cambiar esas costumbres que ya llevan, por lo menos, unas cuatro décadas, con esa idea de abundancia y el hábito de comer cualquier cosa a deshoras, nos transformó en un país que come, pero no se alimenta y, en consecuencia, tampoco se nutre.
Una buena noticia es la toma de consciencia de las siguientes generaciones que, apoyadas por conclusiones científicas y una convicción para vivir bajo un estilo más saludable, han modificado las reglas que nuestras mamás y abuelas habían hecho inamovibles. La única manera de masificar dietas distintas es un cambio de comportamiento de la mayoría de nosotros hacia porciones moderadas, con un consumo balanceado de frutas, verduras, cereales y proteínas.
Nunca es tarde para disminuir la cantidad de comida que nos llevamos a la boca, de iniciar con una rutina de ejercicio y de eliminar alimentos procesados, por lo general, compuestos de azúcar y de sal en exceso. Los estudios científicos señalan que el problema no está tanto en la grasa, como sí se halla en ingredientes refinados, colorantes, compuestos químicos y conservadores, que forman parte de una industria alimentaria que aún avanza lentamente hacia una verdadera nutrición.
Lo importante es que podemos ayudar a reducir los miles de casos de enfermedades crónicas, con solo relacionarnos mejor con la comida que consumimos. Nuestro menú nacional es amplio y ofrece alternativas para todos los gustos y condiciones. Afirmar que estamos encadenados a los antojos es falso; nosotros, en nuestro papel de comensales, determinamos qué es lo que se nos ofrece en cada esquina de nuestras casas.
Y una regla de oro: acudir a un médico o a un especialista para tener una guía profesional sobre cómo empezar a comer menos, alimentarnos mejor y nutrirnos para gozar de la bendición más grande: la salud.