Para muchas personas la vida transcurre entre un ir y venir entre la apariencia y la verdad, entre el sometimiento –algunas veces por voluntad propia— a lo que los demás esperan de ellas y la libertad de sostener una posición singular, siendo genuinas, no tanto con otros, sino sobre todo consigo mismas. Esto, que pudiera parecer una patología psicológica, es parte de lo que estructuralmente somos los humanos: un ser que depende en cada etapa de su vida de los demás.
Una de las características de la vida humana consiste en su carácter de dependencia: nadie es dueño de su origen; existir para los humanos es ser necesariamente hija e hijo de alguien; nuestra vida, de principio a fin, está marcada por dicha dependencia: del otro materno, paterno, del lenguaje, la cultura, del semejante con el cual transitamos un cierto trayecto. Amor, odio, indiferencia, compañerismo, cooperación, envidia, ataque…son experiencias humanas relacionadas con la relación en red que se establecen con los demás, son lazos humanos, saber anudarse y desanudarse hace, en muchos casos, la diferencia entre vivir y simplemente sobrevivir.
Al inicio de nuestra existencia, el primer grupo de socialización es la familia, pero nuestra relación suele ser, inicialmente con nuestra madre (o quien haga las veces de la función materna) para después, extenderse al padre y a los demás miembros de la familia, posteriormente somos incluidos en un segundo grupo de socialización, como lo es la escuela, donde surgirán las figuras de los maestros y compañeros de clase. Sólo que ya antes de eso, en la familia, aprendimos a organizarnos con base en una lógica de crianza específica, lo que podíamos o no hacer, aquello que era prohibido, para recibir los favores y cuidados de nuestros padres. En ese sentido, aprendimos que al seguir en cierta forma las expectativas de los demás, recibiríamos amor, reconocimiento, cuidados, algo que en la escuela se extiende a las normas, derechos y obligaciones del contexto social más amplio…hasta que, en la pubertad y adolescencia, comenzamos a diferenciarnos un poco (o un mucho) de las enseñanzas y líneas marcadas por la familia. Esto se podía vivir tranquilamente o con peleas entre padres e hijos, tachando a estos últimos de adaptados, es decir, bien portados o rebeldes, ovejas negras, según correspondía.
Desde el comienzo de nuestra vida seguir las expectativas puestas por padres y maestros, se asociaba con el reconocimiento, la protección y el amor. Es la base psicológica del por qué muchas personas sienten que tienen que ajustarse a lo que esperan de ellas, para que entonces las amen, y por su parte, si piensan o realizan tal o cual cosa singularmente en un exceso de honestidad, sienten que los pueden dejar de querer, precisamente por salirse de las expectativas de los demás.
Esto que es estructural, parte de la vida, requiere ser matizado, diferenciado, es decir, si bien es agradable, hasta cierto punto recibir amor, protección y reconocimiento de los demás, la vida humana no se reduce a siempre buscar el “aplauso” en el modo en que se desee, ya que esto haría que la persona viviera atada a las expectativas que los demás les impusieran, optando por alienarse en ese sueño de “ser para el otro”. ¿Y cuándo para sí mismas?
Para muchas personas es más fácil saber –o creer saber—que desea el otro de ellas, que lo que ellas mismas desean para sí mismas. Pongamos un ejemplo: las facetas de una persona, por ejemplo una chica, ser para sus padres, sus maestros, después para sus amistades, parejas, después quizás, si decide casarse y tener familia o supongamos que desea la soltería, pero pensemos que siempre lo hace guiándose por lo que los demás desean que ella sea, diga, y se comporte, sin detenerse a preguntarse si eso es lo que ella misma realmente desea. Puede ser muy buena hija, alumna, amiga, pareja, madre, abuela, etc. en los términos de los demás, del otro en turno que tenga en frente, pero que tal si, ella ignora lo que realmente desea o lo sabe pero no se atreve a expresarlo, lo que nunca partirá del otro, que pone su expectativa en ella, sino de un deseo original (el deseo de tener un deseo propio) de una combinatoria propia, no tanto que esté validada o no por los demás. Ese sería el culmen de la diferenciación, la libertad en la vida de una persona: poder sustentar su vida como una vida singular, que se esté realizando en lo que esa persona desea ser y hacer, independientemente de si los demás lo entienden, comparten y validan. Eso pasa a segundo plano, ya que la persona no desea vivir tanto en la apariencia, el ser para los demás, sino para sí misma, en la verdad, lugar singular desde donde puede vivir y realizar su existencia.
*El autor es psicoanalista, traductor y profesor universitario. Instagram: @camilo_e_ramirez