La escuela de hoy no es la escuela de ayer. Esto es más que evidente. Tampoco quiere decir –como muchos creen–que todo tiempo pasado fue mejor. Hemos dejado afortunadamente la escuela de “La letra con sangre entra”, una mezcla del claustro medieval y del sujeto disciplinario que tanto fascinaba a las dictaduras y, hasta el día de hoy, al pensamiento conservador. Pero, el vaivén de la historia se ha aproximado no necesariamente a algo mejor, sino más complejo y diluido: la escuela campo de diversión, “la escuela narciso” le ha llamado Massimo Recalcati, donde todo tiene que ser fácil y lúdico, sin límites y cargas para los alumnos, un espacio educativo donde escuela y maestros, se han transformado en tiendas y vendedores, reduciendo a los alumnos y a sus padres a clientes. De ahí se puede entender los malestares y sintomatologías físicas y psicológicas de los directivos y docentes, al punto del colapso de esta escuela-salón de fiestas.
Otro clase de escuela –actualmente la más generalizada– que se reproduce a todos los niveles y sectores, tanto públicos como privados, es aquella pensada y diseñada como una empresa, con un organigrama, procesos estandarizados, aplicación de instrumentos de medición, consentimientos informados, departamento de quejas y programas socialmente responsable…En esta escuela la enseñanza y aprendizaje se conciben como momentos de una línea de producción industrial, que cree que es lo mismo la manufactura de un automóvil a la enseñanza-aprendizaje, ya que ambos se reducen a procesos de producción de entregables.
En la escuela-empresa cada unidad (perfil del alumno, docente, programa, evaluación, diseño curricular…) tiene que contar con un perfil único, por lo que hay que despojar a la persona de su singularidad, para cederla ante el peso del instrumento de medición. Como se puede apreciar este tipo de escuela ya considera a priori las características singulares de los estudiantes y maestros, como variables extrañas que trastocan la uniformidad, desviaciones de la norma del modelo educativo. Lo curioso es que, para aprender, para realmente desear saber, es necesario que cada persona se apropie singularmente de aquello que esté estudiando, que invente y se responsabilice por su manera singular de aprender, de habitar en el mundo. Por lo tanto, una escuela jamás puede ser pensada como una fábrica donde se construyen unidades de un mismo objeto, bajo un principio de calidad, que en realidad es un principio –por el “bien” del alumno– que violenta a las personas, no sólo en las escuelas, sino también en las mismas empresas donde esa cultura es el pan de cada día.
La escuela-fábrica-tienda, en su expansión de “sucursales” y proceso de mejora e innovación, se ha ido ocupando de situaciones que antes tenían lugar y se dirimían en la calle, las familias, el club deportivo…¡hasta en una agencia del ministerio público, un hospital, consultorio psicológico y nutricional! Gracias a lo cual ha ido expandiendo su objeto social, incorporando otras funciones, que antes le eran ajenas, ya que sus mismos clientes, perdón, sus usuarios, alumnos y, sobre todo, los padres de familia le han venido demandando, suprimiendo así su función parental. Y la escuela-fábrica-tienda ha sabido aprovechar, capitalizar muy bien esa demanda de expansión de sus funciones, por eso muy a menudo, vemos a directivos y maestros, cumpliendo con funciones tan variadas (y no necesariamente recibiendo una remuneración por cumplir con las tareas de dos o más puestos de trabajo, como sucede también en las empresas en sí, dicho sea de paso) realizando una verdadera “persecución” por el bien del alumno, amparados en el bien.
Como podemos apreciar, y no sólo en el ámbito religioso, en la escuela-fábrica-tienda, también se puede ejercer, en nombre del bien, el peor de los males.
Si la escuela y los maestros desean realmente reformular su vocación educativa, llevarla al siglo XXI, tendrán que realizar al menos dos movimientos: primero, abandonar la pretensión de que la escuela es una extensión de la lógica de otra institución, como la son la iglesia, el ejército, la fábrica, el hospital, las fuerzas del orden… ¡La escuela no es ninguna de esas instituciones! Tiene un lugar y vocación propias, y esto es lo que hay que reinventar, cuando no crear. Y, un segundo movimiento, legitimar la singularidad tanto de los maestros, como de los alumnos. Para poder realmente sacudirse el letargo de maestros y alumnos atrapados en la burocratización de la estandarización de sus funciones, hartos de todo, con el consuelo de que “al menos me pagan/paso la materia independientemente de los resultados”, para que la escuela consiga colocarse como agente creativo y responsable ante el momento histórico que estamos viviendo en nuestro mundo.
*El autor es psicoanalista, traductor y profesor universitario. Instagram: @camilo_e_ramirez