Por Norma L. Magaña R.
Es como una gota de agua que imperceptible se acumula hasta generar una mancha que, sin atenderse, se extiende hasta generar una humedad en los muros de mi casa interior, apareciendo después un visible deterioro, comenzando con mi mirada.
En mi caso empezó con la mudanza a otro estado a causa de una oportunidad laboral del padre de mis hijos, casi al mes fallece mi madre, unas semanas después, un accidente en una dinámica de Desarrollo Humano me incapacita durante algunas semanas, y más tarde la pérdida de mi empleo.
En principio era añoranza (jamás pensé emigrar del DF); se sumó el dolor por la pérdida; brotó el enojo por el accidente, se juntó el dolor físico y la falta de movilidad; hoy lo sé, este cocktail abonó a mi decreciente estado anímico, pero fue la pérdida de mi trabajo y los conflictos subsecuentes, quien me arrojó al vacío de una crisis inminente.
Llorar ocasionalmente, se transformó en llanto incontrolable mientras el agua de la regadera caía sobre mis hombros; la angustia constante, provocaba falta de apetito, sofocados con atracones de harinas saturadas de azúcar, generando a su vez, largas noches de insomnio.
Acuñé una frase que, en apariencia, me aligeró el proceso: “una tarde de compras cura toda depresión”. Falso como una moneda de $7.00, ahora me parece un sinsentido.
Semanas inmersa en esta dinámica, empezaron a ser visibles, mi deterioro era notable, mis ganas de vivir se esfumaban a pasos agigantados; empecé a pensar que mis hijos estarían mejor sin mí, idea que fue enraizando en mi sentir, hasta convertirse en creencia; pasé a imaginar cuál sería la mejor forma de morir, creando escenarios mentales, que no fueran “tan traumáticos” para mis hijos. Me aislé de familia, amistades, colegas, decaí al mismo tiempo que mi estabilidad emocional.
Llegué a creer que había algo malo en mí, dado que “échale ganitas” no me estaba funcionando, tampoco “tu eres el pilar de tu casa”, ni “no es para tanto, si te contara lo que yo viví y aquí estoy”, tampoco “de qué te quejas, si tienes todo”, entre otras frases que suelen decirse a quien está muy triste, desvalorizando aún más a la persona.
Un día, en un entrenamiento, la mamá de un compañero de mi hijo, se acercó a preguntarme cómo estaba, preocupada por mí cambio de actitud y deterioro personal. Dijo: soy terapeuta, y puedo recomendarte un par de especialistas para que superes lo que estás transitando: ¡psiquiatra y psicoterapeuta!
Entonces pensaba que los psiquiatras sólo atendían enfermos mentales. Sin embargo, fue la mejor recomendación: veía a la psiquiatra una vez al mes, (con la medicación recuperé la estabilidad extraviada), y cada semana, a una terapeuta que me guió a encontrar el camino de vuelta a mí misma.
Atravesé meses de arduo trabajo emocional, harto análisis para depurar conductas, pensamientos, emociones; caer y levantarme; descubrir la raíz de mis conflictos, enfrentar mis miedos; al final, asumir la responsabilidad del rumbo elegido para mi vida.
Me comprometí conmigo misma para sanar, comprendí e hice propia una frase de Viktor Frankl: sí a la vida, a pesar de todo.
Escribí mucho, las palabras me facilitaron el camino a reencontrarme, a darle el justo valor a cada experiencia, a tomar distancia y ser capaz de apreciarlas desde diferentes perspectivas y asumir mi responsabilidad en cada evento, vertí en papel todo lo que saturaba mi alma, mente y cuerpo, ya un poco enfermo.
Me vacié y hallé la paz que dormía en el centro de mi ser, acuñé nuevos términos para nombrar mis experiencias, me encontré con habilidades innatas y descubrí agencias personales que no había apreciado antes.
Concluir estudios de Desarrollo Humano, Tanatologia e iniciar Logoterapia sumaron a mi autoconocimiento y paz mental. Cursar la Especialidad, me brindó herramientas valiosas para autodistanciarme, comprender el valor de toda experiencia, las fortalezas adquiridas con cada una, así como apreciar horizontes más luminosos y propositivos.
El azar me trajo siete años después, la invitación a estudiar Terapia Narrativa, acepté de inmediato; aprecié que la había practicado de manera orgánica durante mi crisis existencial, revelándose su invaluable práctica en mi día a día.
Comprendí la afirmación de Habermas, “el lenguaje nunca es inocente”, pues cada palabra tiene un peso en el contexto personal (familiar y social): cómo me expreso suma para bien, me define o atrapa en una espiral decadente…
Me hizo todo el sentido... hoy es un hábito: cuido cómo expresarme, evito palabras descalificativas, desecho etiquetas indeseables y práctico ser compasiva conmigo y con otros.
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