“La función correcta de un hombre es vivir, no solo existir. No gastaré mis días tratando de prolongarlos. Ocuparé mi tiempo”, escribió Jack London, autor de la conocida novela juvenil “Colmillo Blanco”, entre otras obras de aventuras. Murió muy joven, a los cuarenta años, aunque tuvo una vida plena de sucesos emocionantes; primero como marinero, después vagabundo, gambusino, más tarde periodista y luego escritor de fama.
Esta semana, se dio a conocer un estudio científico, el cual sugiere que hemos llegado al pico de la expectativa de vida y que los años que hemos ganado podrían revertirse. Ni siquiera los segmentos de la población estudiados por su longevidad escaparían de este retroceso, por lo que los investigadores concluyen que pronto entraremos en un episodio de nuestra historia en el que estaremos, en promedio, menos años en el planeta.
Por otro lado, una corriente de “expertos del bienestar” han construido toda una industria alrededor del deseo humano por vivir más tiempo y por hacerlo desde una posición de juventud. Millonarios pagan fortunas diarias para rejuvenecer y algunos autores pronostican que, con los avances conseguidos por la ciencia, podremos presenciar la creación de humanos que no enfermen y tampoco sufran los achaques de la edad.
No puedo imaginar una vida sin final. Tiendo a coincidir más con London sobre el sentido de la existencia y la necesidad de aprovechar cada minuto de ella. Si podemos tener un propósito y caminar de acuerdo con ideales y principios, habríamos vivido plenamente y entonces la muerte no parecería tan atemorizante.
Tal vez el dilema no sea cuánto tiempo tienes disponible, como la manera en que lo llenas. Fausto y Dorian Gray tenían en común que estaban dispuestos a entregar su alma por mantenerse en la plenitud, pero la moraleja de sus historias es que la eternidad puede ser cruel; como le ocurre, por ejemplo, al conde Drácula.
Lo más importante, pienso, es saber que nuestra existencia es breve, pero puede dejar una huella que dure por varias generaciones. Al final, el recuerdo de aquellos a quien queremos y admiramos permanece y ese es un legado que todos podemos perseguir.
Sin embargo, la riqueza de vivir es la capacidad de compartir con los demás y de ayudar a la mayor cantidad de personas posible. Según la ciencia, la salud física y mental se sostiene de contar con una red de familiares y amistades a la que frecuentemos. También está comprobado que dar es neuronalmente mucho mejor que comprar o que recibir, por lo que la acumulación y la avaricia podrían ser causas de enfermedades y de debilidad mental.
Conocemos cientos de historias sobre personas a las que consideramos exitosas que provienen de entornos sociales difíciles o de familias disfuncionales. No obstante, en cada una de ellas aparece una o varias personas que influyen lo suficiente como para que esa vida tome un rumbo mejor. Lo que explica que nadie mejora por sí solo, sino que en el entorno adecuado cualquiera tiene una oportunidad de crecer.
Tardamos varias décadas para comprender que el individualismo no existe y que la persona más talentosa, por más que se esfuerce, no podrá aplicar toda su capacidad si no tiene las condiciones para hacerlo.
Es probable que la naturaleza del éxito y el fin último de la vida sea dedicarla a proporcionarle ayuda a los demás, mientras perseguimos nuestros propios objetivos. Buscar que la felicidad sea una meta colectiva y no solo personal sería un cambio de enfoque positivo para construir una sociedad realmente unida, en la que no se deja a nadie atrás y la satisfacción de la prosperidad se comparte. Esa sería una buena forma de vivir y no solo de existir en un momento dado en este mundo.