Opinión

Usamos la tecnología ¿o ella nos utiliza?

Usamos la tecnología ¿o ella nos utiliza?
Usamos la tecnología ¿o ella nos utiliza? Foto: Pixabay

Para leer mientras escuchas: “In the Room Where You Sleep”, de Dead Man’s Bones

El lugar que ocupa la tecnología en la vida cotidiana se ha convertido en un silencioso campo de batalla. Notificaciones, videos que se pasan de listos, timelines interminables y una promesa de gratificación instantánea. No es difícil preguntarnos quién lleva realmente las riendas: ¿somos nosotros quienes usamos la tecnología o es ella quien nos usa a nosotros? No estoy seguro de que haya una sola respuesta.

Por definición, la tecnología no tiene moral. No es buena ni mala, pero su neutralidad es un espejismo. Cada diseño de interfaz, cada algoritmo y cada intención de interacción está calibrado para capturar y retener la atención, una moneda más valiosa que el dinero en la economía digital.

El problema no es solo lo que consumimos, sino el cómo. Las plataformas digitales han perfeccionado un modelo basado en “dopamina a la carta”, donde los estímulos no buscan enriquecer, sino mantenernos conectados, atrapados en un ciclo interminable de consumo superficial.

Esta dinámica, como cualquier pensamiento, acción y palabra, trae consecuencias: erosiona la capacidad de concentración, acorta los periodos de reflexión y, peor aún, amenaza con desconectarnos de lo esencial.

Porque mientras contemplamos una pantalla, las relaciones humanas se diluyen y el presente se evapora. Este no pretende ser un discurso apocalíptico, más bien una invitación a ver las cosas como están ocurriendo para retomar el mando de la narrativa propia.

El verdadero poder de la tecnología no reside en su capacidad de distracción, sino en el potencial para amplificar las capacidades humanas. Cuando se usan con intencionalidad, las herramientas digitales pueden ser aliadas para aprender, crear y conectar.

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Pero este potencial solo se alcanza si dejamos de ser consumidores pasivos. Todo apunta a que la IA será el último invento desarrollado en su totalidad por los humanos.

Pasar de deslizar el dedo compulsivamente en la pantalla a usar la tecnología para crear algo significativo es un acto de resistencia: no es cancelar la tecnología, sino redefinir la relación con ella.

Esto implica establecer límites —como cualquier ejercicio que delinea una forma—: desconectar para reconectar. Implica ser selectivos con el contenido que consumimos, priorizando calidad sobre cantidad.

Conlleva también replantearnos cómo y para qué usamos las redes sociales, que deberían ser herramientas para construir comunidad y no simplemente para generar likes, construir arquetipos y enriquecer a los dueños de estas plataformas.

Si algo resulta urgente, es una alfabetización digital que no solo enseñe a usar las nuevas herramientas, sino a entender cómo nos afectan en el corto y largo plazo. Si no establecemos propósitos claros, la tecnología seguirá dictando la agenda. No pregunto aquí si podemos controlar la tecnología, sino si estamos dispuestos a hacerlo.

La distracción masiva no es un accidente: es un modelo de negocio. De ahí que recuperar la atención resulte hoy un verdadero acto de liberación en un sistema que la explota sin descanso.

El primer paso para recuperar el control es sencillo, aunque no fácil: parar. Esto es, frenar el tren de vida cotidiano y valorar el empleo de la tecnología alineada con la idea de vida que se busca. Porque el genuino poder de lo digital no está en su algoritmo, sino en nuestra capacidad de decidir cómo interactuamos con él.

El futuro no puede estar determinado por la inteligencia de las máquinas, sino por la conciencia de quienes las usan.

* Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las escribe y firma, y no representan el punto de vista de Publimetro.

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