John Lewis tenía 25 años cuando recibió un macanazo de un policía una tarde de domingo, durante una marcha pacífica por los derechos civiles que buscaba cruzar el puente que conectaba a la población de Selma con la de Montgomery, en el estado sureño de Alabama, Estados Unidos. Era un 7 de marzo de 1965 y él sangraba por una fractura de cráneo. Cuando llegó al hospital, los doctores le aseguraron que, de haber llevado un poco más de fuerza el golpe, hubiera muerto al instante.
Lewis era uno de los jóvenes colaboradores del reverendo Martin Luther King y fue el orador más joven en el acto que congregó a un millón de personas ante la estatua del presidente Abraham Lincoln, en Washington, capital de nuestro vecino al norte. Hizo famosa una frase que encapsula como pocas la importancia de la participación civil: “si no somos nosotros, ¿quiénes?; si no es ahora, ¿cuándo?”.
Lewis fue uno de los símbolos del respeto y de la dignidad estadounidense. Sirvió como congresista durante tres décadas y recibió todas las condecoraciones posibles. Su recomendación permanente, sobre todo hacia los jóvenes, era involucrarse en “los buenos problemas” y actuar como ciudadanos preocupados y ocupados de las decisiones públicas.
Ninguna diferencia está por encima del bien común y más cuando se trata de construir una sociedad unida y solidaria. Desear que al país le vaya mal es lo mismo que desearle alguna desventura a un ser querido o en nuestro hogar.
No hablo del patrioterismo o de una falsa identidad nacional con la que impedimos dialogar y razonar entre personas, sino de ese orgullo que debemos sentir por nuestros principios y valores que nos dan identidad y cultura. Somos un país con una riqueza única y con raíces que nos hacen una comunidad fuerte desde la familia.
Desconozco qué impulse a quienes festejan un mal día para nuestra nación o expresan abiertamente sus ganas de que pronto ocurra una desgracia general en el país; lo que sí observo es una cohesión y una congruencia en la mayoría de nosotros acerca de cómo debemos actuar como sociedad.
Niego categóricamente que estemos divididos y menos cuando la consciencia social ha despertado una nueva participación cívica en todo el territorio nacional. Existe una sociedad empoderada que hoy defiende lo logrado y se manifiesta por ampliar el bienestar social lo más que se pueda. Y a esa sociedad pertenecen mexicanas y mexicanos de todos los segmentos sociales, particularmente las y los jóvenes que han vivido recientemente este cambio de época que continúa.
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Pronto tendremos nuevos desafíos, naturales por los intereses en juego en un planeta que se está reacomodando y que ha agravado los conflictos y el deterioro del medio ambiente. Sin embargo, si en algún momento ha estado preparada la sociedad mexicana para ello, es éste. Nuestra voluntad y nuestro compromiso siempre tienden a dar lo mejor de nosotros cuando más se requiere y puedo asegurar que el orgullo de la mayoría por ser mexicanos está en uno de sus registros más altos de la historia.
Eso no quiere decir que podemos hacer a un lado a quienes piensan lo contrario; justo ahora lo que nos corresponde es hablar, el tiempo que sea necesario, con quienes piensan distinto y hacerles ver -escuchando primero- que es más lo que nos une, que lo que en apariencia nos separa.
Las naciones fuertes no son las que acumulan mayores riquezas o las que cuentan con ejércitos poderosos; son aquellas que se mantienen cohesionadas en los momentos difíciles con igual convicción que en los momentos de alegría.
El mundo que conocemos ha cambiado, aunque no lo percibamos a simple vista. De las decisiones que se tomen dependerá nuestro futuro y la posibilidad adicional de consolidar sociedades inteligentes. Creo que en México hemos dado los primeros pasos para establecer una sociedad justa e igualitaria, que dependa de sí misma y trabaje alrededor de la soberanía y de la independencia con la que toma sus decisiones. Seguir avanzando por este camino requiere del convencimiento de todas y todos lo que se pueda. Cada mexicano cuenta mucho y será necesario para enfrentar cualquier obstáculo, sea económico, migratorio o de seguridad. Eso es lo que nos corresponde ahora y es una obligación civil a la que no debemos renunciar, simplemente porque se trata del país que le entregaremos a nuestros hijos y nietos.