Todos hemos visto esos programas —sea de T.V., radio, incluso podcast— donde se marca una pauta de reacción en el espectador a partir de sonidos grabados que se activan en determinado momento, los cuales funcionan como estímulos detonantes de risas, aplausos, etc. Cuando se trata de humor se le conoce como “risa enlatada”.
La risa enlatada funciona al menos en tres sentidos: el primero, en caso de que nadie se ría, la risa enlatada acompaña a quien ha dicho algo y no ha obtenido la respuesta esperada. El segundo, como estímulo detonante de la risa del telespectador, quien se identifica con la misma, sea porque realmente le produjo risa lo que vio o escuchó o quedó contagiado por la risa enlatada con la que le marcaron la pauta: “listo, acción, ríete” una especie de mandato (superyóico) que le indicaría “ahí es donde debes reír”, acomodándose a la norma que se espera de un grupo poblacional, un humor a modo y en masa.
Y una tercera, donde la risa enlatada funcionaría como un dispositivo que hace lo que no tenemos que hacer, una especie de “electrodoméstico” que, en lugar de lavar por mí, ríe por mí, es decir, en mi lugar, en caso de que…yo no quiera, no pueda, esté cansado o esté haciendo otras cosas.
Retomemos este último uso de la risa enlatada —aquella de la risa enlatada que ríe por mí, en mi lugar— para pensar el sexo enlatado, producto empaquetado de la pornografía. Partamos de una pregunta básica, ¿qué es lo que encanta de la pornografía?
Y cuando pensemos en pornografía no sólo consideremos aquellas primeras producciones italianas y francesas, sus subgéneros de acuerdo con los gustos, sino también el avasallador éxito de la plataforma OnlyFans (Ramírez-Garza, C. El poder económico del OF: los Godinez, El Porvenir 5.06.2024) que se consagró –lo mismo que Zoom—en la época de la pandemia del SARS-CoV-2, precisamente cuando los cuerpos fueron conminados a estar más tiempo en casa.
Por un lado, podríamos decir que parte del éxito de la pornografía se debe a la presentación de la dimensión de lo obsceno, lo secreto íntimo que se pone el ojo del público, el pasaje de lo privado a la esfera de lo público, lo púbico en lo público –podríamos decir, que desencadena la curiosidad, el deseo de ver, oír... sobre todo en sus orígenes fue así.
Por otro lado, y puede que sea la función más importante en la actualidad —diferente a los inicios de la pornografía que era una forma de liberación religiosa y protesta a las políticas fundamentalistas— es el de funcionar como un dispositivo que vende sexo enlatado, precisamente, porque vende esperanzas de cuerpos y situaciones idealizadas a una generación que ya no sabe qué hacer con el cuerpo, el tiempo y su vida, sin un orden que le marque la pauta, que si bien se jacta de ser totalmente libre (libre para comprar, decidir qué ver o no ver en la TV…) espera ser guiada por un imperativo de consumo estandarizado, genérico, donde el cuerpo —y el bolsillo— queda retratado exclusivamente como una máquina de goce cuya única ley es gozar todo el tiempo y al máximo.
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En ese punto, por un lado, el sexo enlatado funcionaría como una manera de resistencia pasiva que declara “no queremos sexo”, “no queremos amor”, que sean ellos, las actrices y actores quienes lo hagan por nosotros, ellos que encarnan el ideal incansable.
Y, por otro lado, una forma de mantenerse a distancia del contacto con el otro, de evitar al otro de carne y hueso, sin renunciar a un cierto disfrute vía la autoestimulación, para decidir tener una relación a la distancia con una situación armada y actuada, una especie de sexo light, descafeinado, que, al mismo tiempo que funciona como un patrón conservador que indica, cómo se debe ejecutar el performance sexual, qué fantasías y narrativas deben armar las escenas cliché impactarán en los cuerpos, siguiendo las más claras estrategias de la mercadotécnica y la publicidad, deja fuera el encuentro con lo singular, con lo diferente, con el detalle… precisamente cosas que nunca podrán ser capturadas por la cámara de un filme porno, pero alcanzado, de alguna manera misteriosas, por el teatro, la poesía y el erotismo.
Algo similar a lo que se produce en otro lugar entre ciencia y literatura: la ciencia que aspira a ser verdadera (porno) y objetiva pero muchas veces pierde su objetivo, necesitando el soporte de explicaciones imaginarias y metafóricas para presentar sus hallazgos, mientras que la literatura, partiendo de creaciones que dese alguna perspectiva se podrían considerar falsas o mentiras, termina aproximándose aún más al misterio de la verdad de lo que tratan.
*El autor es psicoanalista, traductor y profesor universitario. Instagram: @camilo_e_ramirez