Opinión

La geometría social de una fila

La geometría social de una fila
La geometría social de una fila CIUDAD DE MÉXICO, 18NOVIEMBRE2024.- La gente espera en las filas para poder abordar el Cablebus que sale de Los Pinos rumbo a Santa Fe. FOTO: DANIEL AUGUSTO/ CUARTOSCURO.COM

Para leer mientras escuchas: “Run Run Run”, de Chin Chin

En ningún otro espacio se revela con tanta precisión el tejido social como en una fila. Ahí, entre el rigor de la impaciencia y el modelo heredado de las prisas, se despliega el perdido arte de la conversación mientras la línea recta se transforma en una constelación.

La fila —para evitar llamarle cola, pues— no es una simple sucesión de personas esperando un turno: se trata de un organismo vivo que se expande, se multiplica y se bifurca. Como en todo ritual humanista que se respeta, aquí opera la economía del favor: “¿Me cuida mi lugar?”.

Y también se encontrará el colmillo nacional: el vivales que luego de apartar espacios en la calle con huacales hará lo propio en los primeros lugares de la fila para hacer —curiosamente— trámites de ordenamiento civil. Se les conoce con cariño como “coyotes” y representan al niño héroe que todo lo puede: desde sacar unas fotocopias y hablar con el gerente, hasta repartir las fichas en la fila.

Pero el espectáculo comienza cuando aparece la señora que “apartó desde temprano” su lugar y que llega flanqueada por un escuadrón de familiares que emergen de la nada para reclamar su espacio en la materia.

“Es que son mi tía, mis sobrinos y mi comadre que vino desde Ojo de Agua solo para hacer este trámite, pero les jurito que salimos pronto”. La fila (este nuevo ente) se debate: unos se compadecen mientras otros se quejan internamente, lo cierto es que nadie protesta en voz alta. Después de todo, ¿quién no ha sido beneficiario y víctima de este atajo en el que todos saben lo que está pasando?

El tiempo en la fila se mide en chismes compartidos, en teorías sobre si abrirán otra caja, en especulaciones sobre si alcanzarán los boletos, las tortillas o lo que sea que convoque a esta congregación espontánea. “¿Desde qué hora está aquí?”, pregunta alguien, iniciando el ritual de reconocimiento que le permite establecer su lugar en este limbo temporal. La pregunta, por supuesto, no busca información sino establecer complicidad. Es nuestro modo de decir “aquí estoy y somos parte de la misma aventura”.

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La fila es también un ejercicio compartido de fe. Se trata de una certeza ciega en torno al hecho de que sí alcanzarán los lugares, de que la persona delante de ti no está apartando espacio para su árbol genealógico, de que los primeros diez que están en la fila no serán veinte gracias al designio de los coyotes. Es la creencia incluso, de que te tocará hostia cuando haces fila para comulgar.

También hacemos filas digitales, mucho más desesperantes porque desconocemos lo que sucede adelante o atrás. Si vas a comprar boletos para un concierto o si esperas que el chatbot decida canalizarte con premura, lo único cierto es que se trata de una cosa del diablo: de unos y ceros.

Nada tendría que espantarnos al hacer una fila, ya que nuestra vida es una de ellas: desde la asignación del cunero, tomar distancias en la escuela, esperar la entrega del diploma de graduación, recibir la tarjeta de crédito en el banco, esperar a que pongan el verde en el semáforo, ver a qué hora te atienden para tramitar tu retiro, recibir la consulta médica del geriatra y aguardar a que haya un féretro libre.

En el fondo, la fila no es tanto una forma de organización como un ejercicio de comunidad. Entre el caos y el orden, entre la desesperación y la resignación, tejemos esos pequeños acuerdos que nos permiten sobrevivir al absurdo cotidiano mientras la fila sigue creciendo y abonando nuevos miembros en este acto que hace de la espera, una extraña forma de relacionarse con el mundo.

* Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las escribe y firma, y no representan el punto de vista de Publimetro.

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