Todas las agresiones son reprobables y como sociedad tenemos una obligación de denunciar lo que veamos o sepamos. Ninguna es menor, porque nos afecta de diferentes maneras y tiene un denominador común: nos quita la tranquilidad. Sin embargo, un tipo de agresión muy dañino es aquel que ataca nuestra intimidad.
Estamos en la época de lo público, así que apelar a la privacidad podría interpretarse como una propuesta pasada de moda; sin embargo, se ha desarrollado toda una industria alrededor de compartir experiencias, momentos y estados de ánimo, que también han provocado otro mercado paralelo de extorsión e intimidación a través de contenido que no se justifica compartir con alguien más.
Chats con fotografías, cuentas de redes sociales que usan imágenes alteradas, resultados de inteligencia artificial que solo buscan el desprestigio; todo al servicio de personas y hasta grupos organizados que persiguen dinero fácil o venganzas de tipo pasional.
Cuando toleramos esa práctica fomentamos una forma de violencia en la que ponemos a cualquier persona en peligro, comenzando por nosotros mismos y nuestro entorno. Lo que ocurra de común acuerdo entre una pareja, lo que suceda entre adultos responsables, está dentro de un espacio en el que debe privar el conceso y el respeto. Cuando eso se rompe, lo que se afecta es la convivencia de una sociedad y se abre la puerta para innovar delitos. Es tanto como lograr hacer un negocio de la desconfianza.
En semanas recientes he recibido varias alertas acerca de hackeos a celulares y aplicaciones en busca de material potencialmente personal para después usarlo en contra de la persona y, abiertamente, chantajearla con su publicación.
La naturaleza de ese contenido no me concierne de ninguna forma, solo sé por los afectados que es suficiente como para alterar a familias completas y destruir la paz en sus hogares. Mi recomendación permanente es denunciar de manera oficial.
El poder de la vergüenza nunca debe ser subestimado, pero tampoco podemos convertirnos en sus rehenes. Hago a un lado lo que sí constituye delitos cibernéticos en materia de contenido grave y me enfoco en lo que representaría un daño moral o en la reputación de una persona.
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Sin importar nuestra preferencia o forma de unión, compartir el tiempo y el espacio con alguien más es un acto de entendimiento, atracción, amor y coincidencia, que no puede ser traicionado. Cuando rompemos ese vínculo tan cercano, el daño es severo y no podemos consentirlo como comunidad.
Cientos de personas, particularmente mujeres, son auténticamente secuestrados por otros individuos a partir de fotografías, videos, cartas o elementos personales e íntimos en poder de las manos equivocadas. Eso es violencia digital y es un delito tipificado que es atendido con buenos resultados por muchas buenas autoridades.
Por grave que sea el chantaje hay que recurrir a la denuncia formal y acudir a la red de apoyo que representa la familia y los amigos. Muchas empresas cuentan con protocolos y códigos para actuar en un caso así y es un derecho de todo trabajador el que su empleador proteja sus datos personales, hagámoslo valer.
De lado de la sociedad, nos toca apoyar a cualquier víctima y señalar la más mínima práctica de exhibición de la intimidad de un semejante. Donde no hay demanda, tampoco existe la oferta, y cerrarle el paso a quienes usan o comercializan información privada es la mejor vía de acabar con este tipo de ataques.
Existen varias organizaciones civiles que han dado la batalla por todo el país para asegurar que las leyes protejan a estas víctimas y que sus agresores enfrenten las penas que contemplan las normas vigentes.
Ayudaría también que abogadas y abogados fueran escrupulosos con el empleo de alguna táctica en ese sentido y también que podamos presionar para que se llegue a la conclusión en las investigaciones que se relacionan con posibles bandas o grupos dedicados a usar de manera ilegal nuestra privacidad, un espacio que debe custodiarse permanentemente y que forma parte de la libertad y la salud mental a la que tenemos derecho todas y todos.