Para leer mientras escuchas: “Dancing With Myself”, de Nouvelle Vague, Phoebe Killdeer
El que se vea a la rutina como insulto, solo puede evidenciar la torpeza en el vivir. Así lo piensa el filósofo Nicolás Gómez Dávila y queda como mensaje sobre la mesa en una época en la que la rutina y la espera poco tienen que ver con la dinámica actual.
Ayer, mientras esperaba que el chofer de Uber pasara por mí, desbloqueé el teléfono, revisé un mensaje, abrí un enlace, leí dos párrafos, respondí un correo con un “gracias y un emoji”, volví a X, hice scroll sin pensar (equis, pues) y, cuando el auto llegó, me sorprendió en medio de este trance. En realidad, no había esperado: me había abstraído. Como cuando un niño le estropea la tarde a alguien y le dan una sonaja o un iPad para hacer que el tiempo pase rápido.
Vivimos en un mundo en el que la espera ha sido domesticada. La fila en el banco, el semáforo en rojo, el elevador que tarda hasta que apretamos repetidamente el botón: todos esos momentos que antes nos invitaban a convivir con el tiempo, a mirarlo de frente e intimar con uno mismo, fueron colonizados por pantallas que los reducen a un kpi de engagement. El micromomento, ese pequeño paréntesis de inactividad, fue reemplazado por la necesidad de hacer algo, cualquier cosa, siempre. Y si no fuera así, que la ansiedad nos lo demande.
Los algoritmos han convertido la dispersión mental en un modelo de negocio. Plataformas como TikTok e Instagram entendieron que la gente ya no busca contenido, sino interrupciones: micro estímulos que encajen en la insoportable espera de un Uber o en el tiempo muerto entre dos reuniones. No se requiere inteligencia artificial para entender la lógica: si el tiempo no es productivo, al menos que sea alienante. Y así, lo que antes era una pausa, ahora es un intermedio patrocinado.
En los últimos años, nuestra tolerancia a la espera ha reventado. No porque la vida se haya vuelto más rápida, sino porque hemos perdido la costumbre de hacer las cosas con calma, ya no se diga, de estar sin hacer algo. La tecnología no solo ha reducido los tiempos de espera, sino que nos ha convencido de que cualquier momento sin actividad es un problema que debe resolverse con distracción inmediata y a la carta.
Antes, las pausas eran parte estructural de la vida: esperar el metro, sentarse en el parque, caminar por la tarde. Hoy, cualquier intervalo de inactividad expresa una anomalía que debe ser rellenada con un estímulo. Para eso es que todos llevamos una distracción personal y a modo en el bolsillo.
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Borges decía que se hizo lector porque de niño pasó jornadas enteras encerrado con los libros de su padre. ¿Qué habría sido de él con un celular en la mano? La mente necesita espacio para encontrar referencias, para conectar ideas que no tienen lógica inmediata, para que la imaginación encuentre cadencia y dirección.
El problema es que la compulsión de llenar los momentos con distractores tiene un precio. La capacidad de concentración se ha venido fragmentando desde el boom de las pantallas.
Leer un libro sin revisar el celular en el transcurso de cada página se ha vuelto un reto (que no viral). Las conversaciones ahora tienen intermedios para deslizar la pantalla y revisar que todo esté en orden. La paciencia, esa virtud que alguna vez permitió tolerar cualquier espera, parece una torpeza social en el playbook de vida.
Vivimos en una era de micromomentos, donde la espera ha sido desterrada y la atención se fragmenta bajo entrenamiento. Quizá por eso, lo verdaderamente disruptivo hoy sea quedarse quieto. Permitir que el tiempo recupere su peso. Mirar por la ventana sin más propósito que ese. Comprender la pausa. Olvidar la compulsividad. Y tal vez, con suerte, darte cuenta de que te estás dando cuenta.