Por Fernando Martínez Gallardo
Parte 1 de 3.
En las sociedades actuales el divorcio se ha convertido en un fenómeno progresivamente creciente, representando uno de los acontecimientos más estresantes de la vida, no sólo de los adultos involucrados, sino mucho mayor para los niños y adolescentes, siendo considerada incluso una crisis circunstancial de gran magnitud en los menores, donde sus repercusiones en la estabilidad emocional son considerables, y sus efectos se pueden prolongar a lo largo de los años.
La separación actúa como factor de riesgo de enfermedad mental, de modo especial, cuando tiene un carácter conflictivo. Los niños cuyos padres están divorciados o sólo separados, tienen más probabilidades de desarrollar trastornos psiquiátricos, que aquellos que viven en un hogar relativamente estable y completo.
Probablemente los factores más importantes que determinan el desarrollo o no de reacciones negativas, es la naturaleza de las interacciones del niño con sus padres, antes y después del divorcio. Se ha estudiado que lo más perjudicial para las hijas e hijos, no es el divorcio entre los padres y madres, sino el conflicto entre ellos.
Detrás de una separación implica llegar a acuerdos entre ambos padres de familia por mantener la custodia, la división de la pensión alimenticia, los cambios en el lugar de residencia, los cambios de escuela, entre otros factores, que varían entre cada familia con respecto a las decisiones que se tomen, y la dinámica aplicada en el proceso, o por el contrario, la nula llegada a acuerdos y el conflicto en sí, entre padres e incluso entre hijos, dejando en total vulnerabilidad a los hijos, quienes son los principales afectados después de experimentar la separación entre los padres.
A la edad de los 5-7 años es cuando el niño crea una consciencia emocional, aprendiendo a discernir el por qué siente, de cómo siente, aprendiendo de las experiencias agradables y desagradables, por lo que si bien, el divorcio, en este grupo de edad no tendrá gran impacto emocional, si tendrá un impacto conductual y de apego.
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La manifestación de malestar ante el divorcio cambia con la edad, en los más pequeños, los síntomas más frecuentes son irritabilidad, llanto inmotivado, trastornos del sueño y de la alimentación, y falta de colaboración con los padres; a partir de los 6 años de edad, los pequeños se niegan a aceptar la realidad del divorcio, temen perder a uno de los padres, o a los dos, y se sienten abandonados y traicionados, se comparan con sus compañeros y experimentan humillación y agresividad, sufren trastornos de ansiedad, cuadros depresivos y disminución del rendimiento escolar; en cambio, los adolescentes presentan más frecuentemente depresión, trastornos de ansiedad, ideas de suicidio, inseguridad ante el futuro y conmoción del sistema de valores, sentimiento de culpa, y dolor a renunciar a una familia unida y completa.
Los niños y adolescentes de padres divorciados experimentan en especial tres tipos de sentimientos: “sentimiento de vulnerabilidad” por lo que se ven en desventaja de sus mismos pares, “sentimiento de pérdida” de la estructura familiar y la sensación de no volver a contar con uno o ambos padres, y “sentimiento de rechazo” sobre todo en menores de 12 años, quienes llegan a tener el pensamiento de que uno de sus padres se va porque no los quieren
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