Los mayas erraron por diez años. Nostradamus lo insinuó. Los conspiranoicos lo gritan cada eclipse o fecha curiosa. Y sin embargo, aquí seguimos, sobreviviendo al colapso que nunca llega del todo, pero que tampoco nos deja en paz. Nos tocó vivir en un mundo donde la certeza del fin es tan confiable como la economía global.
La sensación de que el mundo está colapsando no es nueva. Nuestros abuelos sobrevivieron a guerras mundiales, pandemias sin vacunas y amenazas nucleares como una sombra permanente.
Nosotros, en cambio, nos dimos a la tarea de convertir el Apocalipsis en un espectáculo en streaming: incendios en Canadá, huracanes fuera de proporción, inteligencia artificial alucinando respuestas, guerras en primera plana, un colapso climático en cámara lenta, y de postre, presidentes convertidos en animadores de televisión que asustan cualquier dejo de estabilidad. Lo miramos todo con una solvente mezcla de angustia y costumbre bajo una prescripción de dosis diaria por la mañana, ya sea en diarios, posts o stories.
Solo que esta vez parece más real. Antes, el fin del mundo era un susto intermitente. Ahora, es una sensación sostenida, un ruido de fondo que no se apaga, un canto diario que eleva sus decibeles. Hay razones concretas para sentir esto: la Tierra está calentándose, la economía tiembla, la política parece un desfile interminable de farsantes y las redes sociales nos alimentan con una dieta ininterrumpida de tragedias en tiempo real. Todo se siente frágil, como si bastara un soplo para pasar a ese otro estado que los mayas y nostradamus anticiparon.
Pero la percepción de colapso también es una cuestión de ritmo. Nunca antes habíamos tenido tanta información sobre cada rincón del planeta. Si un iceberg se desprende en la Antártida, lo sabemos antes de que termine de caer. Si un banco colapsa en Silicon Valley, los rumores lo preceden. Vivimos con una inmediatez que no permite pausas ni distancias. No hay tregua para este desfile de catástrofes en tiempo real.
Entonces, ¿estamos colapsando o solo estamos más informados del colapso? Tal vez ambas cosas. Hay varios desastres ocurriendo ahí afuera, pero también hay una forma nueva de experimentarlos, amplificada, reiterativa, agobiante. La angustia es hoy un estilo de vida.
En algún momento, nuestros ancestros enfrentaron la incertidumbre con rituales, mitos y hogueras para espantar el miedo. Hoy, nuestra hoguera es la pantalla del teléfono y los mitos que compartimos tienen algoritmos y apuntan a la prisa.
Quizá la solución no sea ignorar el colapso, sino encontrar nuevas formas de vivir con él. No como espectadores asustados, sino como personas que entienden con dignidad que el fin del mundo, si llega, no nos puede encontrar paralizados. Porque si algo ha demostrado la historia es que el colapso siempre se anuncia, pero la vida insiste en continuar.