Por más que lo intentemos, no hay tema que divida más que aquellos donde el cuerpo —y más aún, el cuerpo femenino— entra en juego como objeto de deseo, de necesidad, de contrato o de explotación. Esta semana, las redes sociales explotaron por un video donde se acusa que “se paga por tener un niño que es arrancado de los brazos de su madre para ser entregado como mercancía a una pareja homosexual”. Literal, así, con palabras cortantes y directas.
La escena está diseñada para escandalizar, para golpear en lo más profundo de nuestras creencias sobre la maternidad, el deseo de ser padres y la fragilidad de los derechos humanos. Pero antes de afilar el cuchillo ideológico, conviene hacer memoria.
A principios de los 2000, la izquierda progresista no sólo toleraba la gestación subrogada: la promovía como un acto de libertad reproductiva, una posibilidad de agencia femenina frente a la dictadura biológica. Que una mujer pudiera rentar su vientre a cambio de dinero o por altruismo era visto como un derecho, no como una afrenta. Hoy, ese mismo sector que defiende —por ejemplo— la prostitución como un “trabajo sexual” legítimo, califica la gestación subrogada como una práctica esclavista que reduce a la mujer a un recipiente.
Ambos casos —la prostitución y la maternidad subrogada— tienen algo en común: se realizan entre adultos, se estructuran como contratos y, sí, pueden involucrar dinero. ¿Dónde empieza entonces la explotación y dónde termina el consentimiento?
No se trata de justificar nada. Ni la prostitución ni el alquiler de vientres. Sabemos que ambas prácticas pueden derivar en redes de trata, abusos, explotación emocional y física. Pero también es cierto que, al final, es una mujer adulta la que toma la decisión de hacerlo o no. Y no se puede borrar esa agencia con la sola excusa de que “no sabe lo que hace” o “está forzada por el sistema”.
¿Es moralmente cuestionable traer al mundo un hijo a través de un contrato? Para algunos sí, sobre todo si se interpreta como cumplir un capricho (o un sueño, según el punto de vista). Pero también habría que preguntar si es más digno un hijo abandonado, un hijo en adopción negada o un hijo nacido de un vientre dispuesto a prestar su cuerpo a cambio de algo que, para esa mujer, también representa un futuro.
En México, solo dos estados regulan la gestación subrogada. Y los vacíos legales han provocado casos como el de una pareja homosexual española que, tras el nacimiento de su bebé, no pudo salir del país porque las leyes migratorias y los trámites legales no reconocían aún la paternidad. Uno de ellos tuvo que permanecer en México durante meses, mientras los papeles se destrababan. El niño, por cierto, ya estaba con ellos. ¿Fue arrancado de su madre? No. Hubo un contrato. ¿Es menos polémico por eso? No necesariamente.
La pregunta sigue abierta, con aristas morales, legales y afectivas: ¿Se puede comprar un cuerpo sin perder la humanidad en el intento? ¿O es esa misma humanidad —con todo su caos, sus sueños y sus contradicciones— la que nos obliga a buscar salidas, aunque no siempre nos gusten?