Opinión

Cuando hablar se volvió una falta de respeto

Columna de Eduardo Navarrete

Llamar por teléfono se ha convertido en una franca grosería. Hoy, los mensajes de texto impusieron su régimen de operación y el timbre súbito de una llamada es percibido como una invasión al espacio de alguien que no comprende que lo de hoy es no hablar, sino textear. Para hablar, primero hay que preguntar si se puede hablar. Como si la oralidad fuera una forma de violencia y el emoji, una tregua.

Hace no mucho —el tiempo suficiente para que los teléfonos todavía tuvieran botones— hablar era lo natural. Las conversaciones eran inmediatas, improvisadas, con silencios incómodos, risas no editadas y la posibilidad siempre presente de calibrar al otro por su tono, cadencia y hasta respiración. El teléfono sonaba y uno contestaba, sin pensar que eso fuera una falta de tacto. No había cita previa ni protocolo para avisar (por texto) que vendría una llamada. Hablar era hablar, pues.

No es que ahora seamos más respetuosos. En muchos sentidos, somos más evasivos. Nos resulta más cómodo escribir, dejar la frase colgada hasta tener ganas de responder. Los mensajes de texto permiten corregir, borrar y preparar las palabras por venir. Nadie tiene que improvisar una respuesta torpe o reveladora. Hemos hecho del chat un escondite. Desde ahí administramos nuestra cercanía con una frialdad quirúrgica.

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Y sin embargo, seguimos buscando voces. Los audios de WhatsApp son la prueba de que la escritura no basta. No son llamadas, pero tampoco textos. Son un intento de hablar sin ser interrumpidos. Monólogos enlatados que el otro escucha cuando puede o quiere, incluso en alta velocidad para no perder el tiempo escuchando lo que otro tiene que decir. Son la voz con guión, la palabra práctica que no pretende escribir, pero tampoco llamar.

El teléfono, ese aparato que alguna vez nos conectó en vivo, hoy pide permiso para hacer lo que antes era su única función. La cortesía moderna consiste en no interrumpir el encierro ajeno, aunque ese acto de recogimiento sea mirar el baile de moda en TikTok. Llamar se ha vuelto un lujo, un atrevimiento, una señal de urgencia o afecto extremo.

Eso puede explicar por qué, cuando alguien llama sin avisar, pensamos lo peor: “¿Pasó algo?”, “¿Todo bien?”. El gesto espontáneo fue relegado a la categoría de alarma. Hablar sin cita previa ya no es conversar, es interrumpir, así sea el no hacer nada.

Desconozco si eso es un avance. Tal vez solo sea otro síntoma de nuestro miedo a lo imprevisible, de nuestra necesidad de editar la vida como si fuera un post. Pero hay algo irremplazable en las voces que suceden en directo. Probablemente porque son humanas, porque no se pueden corregir.


Por eso a veces, solo a veces, vale la pena llamar sin preguntar. Aunque sea para recordar que seguimos aquí, con voz.

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