Vivir en una ciudad con alta sismicidad demanda protocolos institucionales, arquitectura diseñada para soportar estas eventualidades, así como una actitud consciente de la ciudadanía, disposición constante al aprendizaje y una cultura enfocada a la prevención.
La resiliencia sísmica no se reduce a la capacidad de resistir los embates naturales, por el contrario, se convierte a un ejercicio cívico para salvaguardar la integridad.
Dada la complejidad geológica del territorio nacional, donde convergen múltiples placas tectónicas que propician una alta actividad sísmica, resulta imperativo fomentar una cultura de prevención.
El 19 de septiembre de 1985, el sismo de 8.1 no solo derrumbó edificios, también expuso la fragilidad institucional, descoordinación gubernamental y ausencia de un sistema efectivo de protección civil.
En 2017, el temblor de magnitud 7.1 encontró una sociedad más preparada, consciente, organizada, aunque también se vieron fallas: edificios nuevos colapsados por corrupción, protocolos inconclusos, zonas marginadas olvidadas por el aparato de respuesta.
Quedó claro: la resiliencia requiere actualización constante. Los simulacros, en este contexto, son un ejercicio de comunidad, ensayo del peor escenario, para que cuando llegue, la improvisación no mande.
La convocatoria al simulacro nacional del 29 de abril es ejemplo de pedagogía colectiva, con diferentes niveles de coordinación bajo el liderazgo de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, entre ellos el Comité de Emergencias instalado en la sala de crisis del C5.
Vivir en una ciudad de alta sismicidad es aceptar que el riesgo es parte de lo cotidiano. Entender que el miedo puede transformarse en organización, la incertidumbre puede gestionarse con información y el desastre no tiene por qué convertirse en tragedia. Esa es la esencia de la resiliencia sísmica.