Tercera parte Por DZ
¿Qué significa convertir la infancia en un espectáculo? Hace dos semanas exploramos la alienación contemporánea y, luego, cómo *Los Reyes de la Casa* de Delphine de Vigan refleja la pérdida de lo íntimo bajo la mirada digital.
Ahora, esta tercera parte profundiza en la explotación infantil, sutil pero inquietante que prolifera en redes sociales, donde “supermamás” transforman a sus “superhijos” —guapos, graciosos, cautivadores— en contenido para el consumo masivo.
Imagina la escena: una “supermamá” sonriente filma a sus hijos abriendo regalos. El unboxing brilla con risas ensayadas; los juguetes relucen bajo luces perfectas. Luego, los “superhijos” juegan, enfrentan retos —cocinar, bailar coreografías virales, hacer malabares— o desayunan con productos patrocinados, todo grabado, editado, subido.
¿No parece una infancia ideal? Pero ¿a qué precio? Este ritual, repetido en YouTube, TikTok e Instagram, es más que ternura: es explotación disfrazada.
Estos niños no solo actúan; son mercancías. La “supermamá” orquesta el show, proyectando éxito y amor, pero ¿nadie ve la presión oculta? Ellos no eligen ser estrellas, se les obliga. Abrir regalos, un gesto íntimo, se vuelve performance para vender juguetes.
Las marcas envían paquetes; los “superhijos” los desenvuelven con entusiasmo ensayado, calculado. ¿No es esto trabajo infantil con un nuevo nombre? No hay salario, solo vistas, likes, contratos. ¿Qué pasa cuando su valor se mide en clics, cuando éstos un día desaparecen en la faz de un nuevo rostro o de un pequeño más simpático?
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Los retos virales fuerzan a estos niños a superar su edad: un pequeño de cinco años resolviendo acertijos o bailando impecablemente. Es “cautivador”, pero ¿es natural? ¿No les robamos la libertad de ser imperfectos, de jugar sin cámaras?
Desayunar, limpiar, salir: lo cotidiano se convierte en contenido. La vida es una vitrina; ellos, maniquíes adorables. ¿Qué queda de lo espontáneo cuando cada paso está coreografiado?
En *Los Reyes de la Casa*, la inocencia de los niños es lucrada. Las “supermamás” que viven del “cariño” de sus fans y las plataformas como Instagram replican esa dinámica. Los “superhijos” crecen desconectados de sí mismos, complaciendo a una audiencia global.
¿Qué sienten al saber que su gracia define su existencia? La “supermamá” también se aliena, atrapada —como dice Byung-Chul Han— en una jaula de rendimiento, grabando y editando para sostener el mito de la familia perfecta.
Las empresas —YouTube, marcas de juguetes— cosechan ganancias, indiferentes a las cicatrices de esta exposición. ¿No es un maltrato silencioso sacrificar la privacidad infantil? Estos niños maduran bajo un telón que nunca cae. La presión de ser perfectos, de generar contenido, ¿no marca su identidad? Y nosotros, al mirar, ¿no somos cómplices con cada vista?
La alienación contemporánea se entrelaza aquí: los niños se vuelven productos, las madres, productoras, y todos nos perdemos en una ilusión “super”. ¿Podemos parar esta máquina? ¿O hemos normalizado el espectáculo hasta ignorar el daño? Bajo las luces, una infancia se desvanece, y el silencio, ese refugio perdido, no llega.
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