Cada año, durante la Semana Santa, los creyentes católicos viven con devoción uno de los momentos más significativos de su fe: el Sábado Santo, también conocido tradicionalmente como Sábado de Gloria. Esta jornada marca un punto entre el dolor de la crucifixión y la alegría de la resurrección, ofreciendo un espacio para la reflexión profunda.
Históricamente, se le llamó Sábado de Gloria porque la Vigilia Pascual, celebración central que conmemora la resurrección de Jesús, se realizaba en la mañana de este día. Esto se debía a las estrictas normas de ayuno impuestas a los creyentes, quienes debían abstenerse de alimentos desde la medianoche hasta recibir la comunión. Para evitar prolongar este ayuno, la Iglesia optaba por adelantar la Vigilia.
No obstante, esta práctica cambió en 1955 con las reformas litúrgicas impulsadas por el Papa Pío XII y luego reafirmadas por el Concilio Vaticano II. Desde entonces, la Vigilia Pascual se celebra en la noche del sábado, acercándose más a la tradición que sugiere que la resurrección ocurrió al amanecer del domingo. Esta modificación también dio un nuevo enfoque al Sábado Santo, transformándolo en un día de recogimiento y silencio.
¿Qué se hace en el Sábado de Gloria?
Según la religión católica, el Sábado de Gloria es el tercer día del Triduo Pascual y recuerda el tiempo en que Jesús yació en el sepulcro, tras su muerte en la cruz. Es un día en que la Iglesia permanece en silencio: no se celebran misas ni otros sacramentos, salvo la confesión y la unción de los enfermos. En su lugar, se invita a los creyentes a participar en retiros espirituales, momentos de oración y meditación.
El significado profundo del Sábado Santo radica en la esperanza. Representa el tiempo de espera entre la muerte de Cristo y su resurrección, y ofrece a los fieles una oportunidad para fortalecer su fe en la promesa de la vida eterna. Es, además, una preparación espiritual para el gozo del Domingo de Resurrección.