Yo nací y crecí en un México sin opciones: un país cerrado, pequeñito, donde el abuso oficial era cotidiano, y el discurso cívico solía justificar el lamentable estado de las cosas con la frase “es que estamos en México”. Era un país que daba vergüenza, asco y miedo.
En algún punto de mi niñez me percaté de algo: había personas inconformes con ese discurso cívico mediocre; eran voces aisladas, pero resonaban fuerte: decían que México podía ser de otra manera, más grata, más libre, y que valía la pena construirlo.
Ya adolescente, esas voces dejaron de ser aisladas; aun siendo minoría (la inteligencia siempre lo es) su mensaje empezó a ser compartido por grupos sociales sobre una base a veces geográfica, a veces generacional, a veces ocupacional. Las mujeres conquistaron espacios, los empresarios reivindicaron su rol, y los jóvenes ganamos una voz. Y entonces México empezó a liberarse, a sofisticarse y a expandirse.
Así empecé a gozar de cosas desconocidas que después fueron gloriosamente normales: en casa tuvimos un suministro eléctrico suficiente y confiable; diversas marcas de tenis llenaban los aparadores; y la primera vez que voté lo hice en elecciones reales, aún inequitativas pero libres. Toda mi vida adulta he gozado de estos beneficios y muchos otros, gracias al esfuerzo de mexicanos capaces y valientes.
Hoy, cerca de alcanzar mi primer medio siglo de vida, noto con vergüenza, asco y miedo, que las voces inteligentes vuelven a aislarse en México; veo que la discusión pública tiende al absurdo en cada aspecto posible, dominada por ocurrencias a cual más ridícula y nociva: que los jueces deben ser elegidos por “el pueblo”; que la inversión productiva y los empleos que genera son una forma de “explotación”; que la difusión del arte autóctono es “apropiación cultural”; que los hombres disfrazados con atuendo femenino deben ser reconocidos como mujeres; que el abandono de las funciones básicas a cargo del gobierno es “austeridad”.
Si algo definió al México del último cuarto del siglo XX, ese que alumbró la “primavera” mexicana al inicio de este, fue su creciente capacidad para hablarse con claridad; aquella sociedad no tenía tiempo que perder, urgía recomponer el rumbo porque todo escaseaba: seguridad, empleo y hasta los artículos de primera necesidad.
Esa claridad de ideas y discursos se ha diluido; las bondades del nuevo modelo cívico, económico y político no alcanzaron a todos, fueron comprendidas por pocos, y son atacadas por un grupo reaccionario sin escrúpulos, que hoy forma un gobierno federal muy popular. El bienestar logrado se volvió cotidiano, y hoy se da por hecho como si fuera algo imposible de perder. Por eso hoy, en la embriaguez de las transferencias directas y la ausencia de gobierno en seguridad, salud, educación y finanzas, la sociedad mexicana se da el lujo de manosear nociones esenciales como “democracia”, “soberanía” y “libertad”.
Se necesitan más voces incómodas, como sucedió en los años 70 y 80, que contrasten y den perspectiva; que formen un dis-curso real, para eventualmente convertirse en un polo de opinión que reivindique esas nociones que nos dieron el innegable bienestar que gozamos hoy: el voto libre y efectivo; la inversión productiva y el empleo; el libre comercio y la diversidad cultural; el Estado esbelto y eficiente; la movilización social para temas relevantes, y no para performances patéticos.
CAMPANILLEO
No hay borrachera sin “cruda”; entre más temprano cortas la primera, menos pega la segunda.