Este que comenzó el día primero de octubre, no es el primer año de un nuevo sexenio, ni el comienzo de otra etapa, y mucho menos es una “oportunidad de corregir el rumbo”: es el séptimo año de un régimen aislacionista, empobrecedor, destructor de instituciones y groseramente autoritario.
Quienes suponen que la gestión de Claudia Sheinbaum es otra fase del proceso que inició con López o, peor aún, otro proceso, pecan de ingenuos o son normalizadores conscientes de lo que permiten con su discurso: que el régimen se renueve de cara a la sociedad, ganando tiempo y margen de maniobra para continuar y profundizar la destrucción.
El asesinato del alcalde de Chilpancingo, que ha acaparado la atención en las últimas 72 horas, no es una anomalía en un pretendido inicio de sexenio, sino uno más de los 200 mil homicidios cometidos durante este régimen, gracias a su política de “abrazos y no balazos”. Que nadie espere, pues, que en este séptimo año los asesinatos disminuyan: las dinámicas que provocaron esos homicidios se mantienen intactas, los acuerdos entre grupos de poder se han refrendado, y los compromisos preelectorales gozan de cabal salud después de haber pasado por la validación de las urnas.
La ciudadanía en México suele asociar burdamente los procesos políticos con los personajes que los abanderan, al punto de suponer que la aparición de un “nuevo” personaje en escena implica, sí o sí, que el proceso será diferente. No es así, y no está siquiera cerca de serlo. Los personajes que se suceden como referentes dentro de los procesos políticos obedecen a estos, son sus derivados, y no al revés: un personaje es elegido para liderar un proceso con la intención de que lo mantenga funcionando y, si lo permiten las circunstancias, fortalecerlo y profundizarlo; nunca se le elige para descubrir después si le place continuarlo o cambiarlo.
Es por eso que hoy corre el séptimo año del régimen iniciado formalmente en 2018: está encabezado por una obediente subalterna de quien ganó en ese entonces; es operado por incondicionales del mismo, en los tres poderes de la Unión; fue refrendado por cinco millones más de votos, que los que obtuvo en aquella elección. No es, pues, otra etapa; por el contrario, es el mismo tren pero ahora corre a mayor velocidad y con más aplausos.
Que nadie espere moderación o saciedad, por parte de quienes hoy desmantelan el esfuerzo por ser moderno que México inició el siglo pasado; que nadie suponga que la obra ha sido terminada y ahora sólo se puede avanzar por nuevos rumbos: esta demolición recién ha comenzado, y sus peores efectos se harán presentes en los años por venir.
Convendría a los opositores, oficiales y silvestres, aceptar esa realidad y aprovecharla discursivamente para desgastar al régimen; señalar, al criticarlo y exhibirlo por su profundo y escandaloso daño a la sociedad mexicana, que se trata de un mismo proceso que no sólo es incapaz de corregir el rumbo, sino que no tiene el menor interés en hacerlo.
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Caso contrario, la ficción de una nueva etapa (que se asocia con una visión diferente y nuevas prioridades) otorgará al régimen un beneficio de la duda carísimo para sus gobernados, pues se traducirá en tolerancia ante una destrucción ya en marcha, en la estéril espera de que algo cambie para bien. No va a suceder.
CAMPANILLEO
La realidad se construye con lo que las ranas se dicen dentro de la olla. Hablar de una “nueva etapa” vuelve realidad la idea de que el agua está apenas tibia, aunque ya esté en ebullición.