Los trabajos para revivir animales extintos como el lobo terrible, o los que están en proceso, ya sea el mamut lanudo, el pájaro dodo y el tigre de Tasmania, mediante técnicas como la clonación o la ingeniería genética, plantea importantes interrogantes éticas que deben ser cuidadosamente analizadas.
Desde una perspectiva ética, esta cuestión se sitúa en la intersección de varios principios fundamentales: el respeto por la vida, la justicia ambiental, la responsabilidad intergeneracional y el principio de precaución.
Enfocándonos desde la ética, traer de vuelta especies extintas podría considerarse pertinente si se justifica como un intento de restaurar ecosistemas dañados por la acción humana, enmendar errores del pasado o preservar la biodiversidad. Por ejemplo, si una especie fue eliminada por causas antropogénicas (como la caza indiscriminada o la destrucción de hábitats), podría argumentarse que tenemos una deuda moral con ese ecosistema. Esta visión se alinea con el principio de justicia, entendido no solo entre humanos, sino también hacia el medio ambiente y las generaciones futuras.
Sin embargo, el sustento ético de esta práctica debe ser sólido y para ello requiere:
Evaluación de riesgos y beneficios: ¿Qué impacto tendría la reintroducción de una especie extinta en el ecosistema actual? O si ya no existen sus ecosistemas, ¿dónde vivirían? ¿Crearíamos “zoológicos prehistóricos”?
¿Podrían convertirse en especies invasoras o alterar frágiles equilibrios actuales y con ello, generarse efectos negativos no anticipados?
Bienestar animal: Las tecnologías involucradas pueden implicar sufrimiento para los animales gestantes o clones. Esto debe ponderarse cuidadosamente.
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Prioridad sobre otras necesidades: ¿Tiene sentido invertir recursos en revivir especies extintas cuando muchas especies vivas están en peligro hoy?
¿Es justo traerlos a un mundo que no los necesita, solo por curiosidad científica?
Aunque estos avances de la ciencia puedan resultar fascinantes, la resurrección de especies extintas sólo podría considerarse éticamente justificable bajo condiciones muy estrictas, es decir, que persiga el bien común ecológico, respete el bienestar animal, se base en evidencia científica clara, y no distraiga recursos ni atención de la urgente tarea de conservar la biodiversidad viva.
Ahora bien, si todo esto de la “desexistición” tiene como impulso principal el interés económico o el espectáculo científico, carecería de un sustento ético.
Por ello, las preguntas más importantes que debemos plantearnos ahora son: ¿Lo hacemos porque “podemos”, porque “debemos” o porque simplemente “queremos”?
Finalmente, considero importante subrayar la necesidad de discernir con responsabilidad y humildad los límites de nuestra intervención sobre la vida, en caso contrario, sería la constatación de que se trata de algo arrogante y peligroso.
Como siempre amable lector, usted tiene la última palabra y le agradezco sus comentarios en mi cuenta de X @EUribarren