CIUDAD JUÁREZ, México (AP) — Con su tarea de geometría en sus manos y una sonrisa que le iluminaba los ojos por sobre su barbijo, Víctor Rodas se dirigió hacia la maestra mientras los otros alumnos seguían trabajando.
“¡Estoy ganando la carrera!”, dijo feliz el niño de 12 años. “Ya terminé, maestra. Le gané a todos”.
Víctor participa en un programa de estudios para niños migrantes en Ciudad Juárez y le lleva ventaja a muchos chicos como él, que, al escaparle a la violencia y la pobreza de sus países, pierden meses de educación, si no años.
Ofrecerles acceso a una educación es una prioridad. Y una tarea monumental.
En esta metrópolis mexicana frente a El Paso (Texas), miles de familias de migrantes esperan respuesta a sus pedidos de asilo en Estados Unidos. El gobierno estadounidense los hace esperar en México por sus citas con el servicio de inmigración. El 23 de mayo expirará una suspensión de las admisiones de pedido de asilo impuesta durante la pandemia del coronavirus.
Albergues manejados por pastores se combinan con maestros para ayudar, ya sea transportando a los chicos a escuelas alternativas en las que aprenden matemáticas, a leer y a lidiar con la angustia que sienten, u ofreciéndoles maestros especialmente preparados.
Si bien el programa de estudios no es religioso, la fe anima estos proyectos, lo mismo que otras iniciativas para ayudar a los migrantes en la frontera.
También prepara a muchos de los maestros, que saben que la educación es vital para el futuro de estos chicos, para su capacidad de socializar con los demás, de encontrar empleos ya de adultos y de sentirse bien donde sea que terminen.
“Se incorporan al sistema educativo, para que vayan agarrando confianza”, declaró Teresa Almada, que dirige Casa Kolping, donde estudia Víctor y que cuenta con el apoyo de una organización fundada hace tres décadas por miembros laicos de parroquias católicas. “También es importante… que las familias no se sientan en territorio hostil”.
Una hermana mayor de Víctor, Katherine Rodas, de 22 años, le escapó a amenazas de muerte en Honduras junto con él y otras dos hermanas que ella crió tras la muerte de su madre. Si bien ella y su marido les tienen mucho miedo a las pandillas y no salen de un albergue administrado por agrupaciones católicas, no dudó un momento cuando surgió la posibilidad de que sus hermanos fuesen llevados a Casa Kolping.
“Dicen que la maestra siempre los cuida, juega con ellos”, comentó Rodas. “Se sienten seguros allá”.
Su albergue, Casa Oscar Romero, lleva el nombre de un arzobispo salvadoreño muy querido, que servía a los pobres y fue asesinado durante la guerra civil. Fue canonizado por el papa Francisco. Muchos de los residentes en los albergues de Ciudad Juárez llegaron de América Central, pero también vienen numerosas familias mexicanas de regiones donde impera la violencia de los carteles de las drogas.
El programa comenzó a funcionar en octubre y durante un tiempo los maestros alentaron a los padres a que acompañasen a sus hijos a las aulas para que se sintiesen más cómodos. Una de las que lo hizo fue Lucía, madre soltera de tres niños que partió del estado mexicano de Michoacán cuando un cartel “se apropió de la cosecha y de todo”, según dijo.
“La educación es importante para que se puedan desarrollar como personas y se puedan defender ante de lo que les ponga la vida”, agregó, mientras preparaba el desayuno en una cocina comunal del albergue, donde su familia lleva nueve meses.
Pidió ser identificada solo por su primer nombre por temor a represalias.
Su hija Carol, de ocho años, ya tenía puesto su tapabocas y su mochilita rosada lista, decidida a adelantarse a los demás cuando llegase el autobús escolar.
Unas tres docenas de niños de Casa Oscar Romero y de otros albergues manejados por organizaciones religiosas van a Casa Kolping. Los niños de primero a tercer grado, como Carol, ocupan un salón. Los de cuarto a sexto, como Víctor, están en otro, del otro lado de un corredor. Es un salón grande, por cuyas ventanas se ven las montañas de El Paso.
Del otro lado de la frontera, Víctor se imagina escuelas “grandes, bien cuidadas”, que lo ayudarán a cumplir su sueño: Ser arquitecto. Ya trata de dibujar casas, cuando consigue papel.
“Si les pregunta a los niños, su mayor sueño es pasar a los Estados Unidos”, manifestó la maestra Yolanda García.
Muchos padres creen que no tiene sentido inscribir a sus hijos en escuelas en México ya que no piensan quedarse. Muchos maestros públicos, por otro lado, se muestran reticentes a admitir niños migrantes por temor a perder sus clases si se reducen demasiado cuando estos niños se van, de acuerdo con Dora Espinoza, directora de una escuela primaria de Ciudad Juárez. Ella visita a las familias, incluidas las de un albergue a dos cuadras de la escuela.
Algunos padres se preguntan “para qué todo el papeleo si el niño se va en dos semanas”, comentó Paola Gómez, de la oficina de UNICEF en México. “Pero el tiempo en México les va a servir”.
La UNICEF ayuda a financiar Casa Kolping como un programa piloto, cuyos estudios son reconocidos por las escuelas tanto de México como de Estados Unidos.
Al margen de la incertidumbre, la pobreza y la discriminación hacen que la mitad de los niños refugiados del mundo no cursen estudios, de acuerdo con la oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas.
La principal barrera, no obstante, es la inseguridad. Acosados por la violencia en sus pueblos y por pandillas durante el viaje –a menudo hasta las mismas puertas de los albergues–, a muchos padres les asusta la idea de dejar salir a sus hijos.
Estos programas manejados por organismos religiosos ofrecen transporte seguro, como en el caso de Casa Kolping, o llevan los maestros a los albergues, como ocurre con otra instalación de Ciudad Juárez, Buen Samaritano.
Los niños llevan serios traumas a las aulas.
“Profe, estoy aquí porque asesinaros a mis papás. Te lo cuentan en detalles, los niños no tapan nada”, dijo Samuel Jiménez, maestro del Buen Pastor, una tarde reciente. “En el momento que estén aquí, podemos sacarlos de la realidad. Se les olvida”.
Dirigido por un pastor metodista y su esposa, Buen Samaritano albergaba más de 70 migrantes ese día, la mitad de ellos menores de edad. Los niños barrían el polvo del desierto que llegaba al templo, donde el altar fue aislado para que funcionase como aula.
Aritzi Ciriado, una mexicana de Michoacán, de 10 años, que cursa el cuarto grado, está en Buen Samaritano desde agosto. Llegó con sus padres y sus abuelos, y no veía la hora de empezar las clases de español. La asustaba un poco la idea de tener que aprender inglés y manejarse en otro mundo en las escuelas de Estados Unidos.
“Las maestras me platicaban que allá una no tiene que faltar a clases”, dijo la niña. “Pero está bien conocer otros países”.
Un problema que enfrentan los maestros es el de los niños que no saben leer ni escribir.
“Nos encontramos con todo tipo de rezago, pero sobre todo con muchas ganas de aprender”, dijo García en Casa Kolping. “Extrañaban las escuelas. Al entregarle el cuaderno, la cara de emoción… Unos dicen, qué bonito se siente aprender”.
Una fría mañana primaveral, uno de sus estudiantes, Juan Pacheco, de 12 años, tenía problemas con una tarea de puntuación en español. Su primera lengua es el mixteco, uno de los numerosos dialectos indígenas que se hablan en México y Centroamérica.
Llevaba más de ocho meses en Casa Oscar Romero, luego de que su familia se fuese del estado mexicano de Guerrero, donde las peleas entre carteles hacen que resulte peligroso cultivar la pequeña parcela de frijoles que tenían.
Con alguna ayuda, Juan completó otra tarea antes que los demás: Dibujar un billete, una olla, un rabanito y un elote (mazorca de maíz), y explicar qué no encajaba allí.
“No me gusta hablar, pero sí, soy un buen estudiante”, dijo Juan, orgulloso.
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