Opinión

La nostalgia como arma de consumo o la conveniencia de hacer un futuro que mire al pasado

Columna de Eduardo Navarrete

¿Nos habremos quedado sin ideas o es solo flojera temporal?

Digo esto al caer en cuenta de que llevamos más de dos décadas rindiendo tributo al pasado bajo la idea de que lo retro es padre.

Si bien el caramelo del recuerdo compartido genera un frente común, sobran ejemplos para pensar que hay algo más que una mera nostalgia: los jingles en 8 bits, los vinilos y los cassettes, las cámaras Polaroid, las consolas retro de videojuegos, los Walkman, los relojes de pulsera analógicos, como los Casio, el mobiliario vintage, los pantalones acampanados, los sneakers clásicos (como los Air Jordan o los Chuck Taylor), juguetes clásicos como Playmobil, Masters of the Universe (He-Man) o el Rubik, máquinas de escribir, bicicletas vintage y hasta cortes de cabello de época.

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Todos estos artefactos pululan en la vida cotidiana por varias razones, entre las que se asoman, la escasez de nuevos valores generacionales, el gusto de los jóvenes por lo vivido antaño, pero fundamentalmente, por una abierta conveniencia comercial.

Esa memoria, esa canción o videojuego de la infancia, ha sido pulida hasta terminar en la repisa de un centro comercial análogo o digital. Lo que alguna vez fue resultado de la espontaneidad y se construyó bajo los brazos de la infancia, ahora se vende con la promesa de hacernos volver a ese rincón perdido donde la vida era más simple.

La nostalgia, que antes era una amigable guarida de resguardo, parece ser ahora un oneroso negocio amplificado por las marcas, a sabiendas de que la vulnerabilidad emocional resulta altamente capitalizable.

La nostalgia dejó de ser solo eso para ser una estrategia comercial como parte de un journey, con funnels, escenarios y KPIs. Mirábamos al pasado para tratar de entender quiénes somos, ahora lo hacemos para comprar quiénes fuimos.


El ancla emocional es rentable como activo líquido en cualquier forma: desde remakes de películas que ni siquiera fueron buenas, hasta relanzamientos de tenis para alimentar un coleccionismo que raya en culto.

Ya no es suficiente el hecho de recordar, mucho menos de revivir, ahora se trata de consumir. ¿Qué es más fácil, lidiar con un presente invadido de incertidumbres o comprar un objeto de la infancia al cual abrazar?

El futuro espanta, el presente cansa, pero el pasado es manejable y ahí está su valor, porque uno puede dirigir la retrospectiva a los mejores y más significativos momentos. Esa simplificación es la que emplean las marcas para emplear a la nostalgia como herramienta de consumo. Pagas por un pedazo de tiempo añejo, por una porción de ese lugar seguro, aunque sea efímero y artificial. Las marcas no suelen vender objetos, sino intangibles. En este caso lo que están ofreciendo son tiempos mejores, o por lo menos, la ilusión de ellos.

Solo que la nostalgia llega a tener lados oscuros. Con el consumo de una versión filtrada y adulterada del pasado, cabe la respuesta de renunciar a la posibilidad de construir nuevas memorias. De ahí podría venir el aferramiento a lo que fue, en lugar de bienvenir lo que podría ser. Se trata de un ciclo de resignación, en lugar de uno de resignificación: si el pasado fue mejor, ¿para qué intentar mejorar el presente?

Quizá el quid del problema no sea el consumo de nostalgia por sí mismo, sino el hecho de transformarnos en consumidores nostálgicos, incapaces de soltar la cuerda que nos ata a versiones idealizadas de épocas pasadas.

Vale preguntarnos: ¿qué estamos comprando en realidad cuando pagamos por nostalgia empaquetada? ¿Estamos adquiriendo un fragmento de historia personal o más bien hipotecamos la posibilidad de construir nuevos episodios?


La respuesta, en una de esas, podría estar tan cerca, como en la letra de una canción de un vinilo, o en el título de algún juego arcade.

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