Opinión

Hasta siempre, papa Francisco

Usted, Papa Francisco, nos regaló gestos que hablaban más que mil sermones con enorme compasión

Llegó al mundo como Jorge Mario Bergoglio el 17 de diciembre de 1936, en Buenos Aires, Argentina. Hijo de inmigrantes italianos, fue un joven tímido pero inteligente, apasionado por la literatura y la química, aunque pronto su corazón se inclinó por una vocación mayor: el servicio espiritual y religioso.

Ordenado sacerdote jesuita en 1969, su trayectoria fue marcada por la humildad, el servicio y una enorme fe. Durante su pontificado, usted nos enseñó a mirar más allá de los muros para abrazar con ternura la humanidad en su camino de duros aprendizajes.

Con una gran ternura nos hizo comprender al Evangelio en el corazón, recordándonos que la verdadera misión comienza en la misericordia. Su visión humanista rompió moldes: habló de ecología integral cuando pocos se atrevían a unir la fe con la crisis ambiental.

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Pidió que dejáramos de condenar y empezáramos a acoger; caminó con los problemas que aquejan a los seres humanos, dialogó con otras religiones, e insistió, una y otra vez, en que el cristianismo sin amor al prójimo es letra muerta.

Usted, Papa Francisco, nos regaló gestos que hablaban más que mil sermones con enorme compasión. Nos invitó a construir una hermandad universal más allá de las fronteras, ideologías y religiones. Los líderes religiosos, como usted, han tenido un papel fundamental a lo largo de la historia: son faros que orientan en medio de la oscuridad, anclas espirituales en tiempos de confusión.

Su presencia da sentido, dirección y esperanza a millones de personas que buscan consuelo y verdad. Más allá de las instituciones, ustedes encarnan una dimensión trascendente de la vida humana, un vínculo con lo sagrado que fortalece la fe y el alma colectiva.

En su figura se sintetizó esa autoridad moral que no se impone por poder, sino que se gana con coherencia, humildad y entrega al bien común.


Al despedirle con muchísima nostalgia, se va usted, pero quedan sus palabras resonando en los rincones del alma de millones: “Recen por mí”, nos decía siempre. Hoy lo hacemos con gratitud, con amor, con la certeza de que su paso por este mundo dejó una huella imborrable y luminosa. Hasta siempre, Papa Francisco.

Su figura se agiganta ahora en la memoria de quienes seguimos soñando con un mundo mucho mejor. Nos hará falta su sonrisa franca, su valentía para llamar al mal por su nombre, su capacidad de mirar el rostro de cada ser humano con compasión genuina.

En este tiempo, que parece ser lo oscuro antes del amanecer, se extrañará su voz que clamaba por la paz y por el despertar del corazón. Usted, que nos pidió nunca cerrar las puertas al otro, siga intercediendo por nosotros desde la eternidad, para que aprendamos a ser seres de buena voluntad y de amor crístico.

Gracias por habernos acompañado en este tramo del camino. Que la paz que predicó sea ahora su morada.

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