Durante el reciente seminario para periodistas de Pfizer en la Ciudad de México, dos palabras resonaron con fuerza: inmuno fitness. No es un término de moda ni una estrategia de marketing. Es un concepto médico que debería estar en la mente de cada ciudadano, de cada servidor público y, especialmente, de cada gobierno latinoamericano que pretenda sobrevivir al tsunami demográfico que ya nos está alcanzando.
Como pude documentar esta semana en varios artículos, el envejecimiento de la población no es una teoría, es un hecho. Y los datos que compartieron los doctores Robinson Cuadros y Rodrigo Romero no deberían dejarnos dormir tranquilos: siete de cada diez jóvenes ya no quieren tener hijos, las personas mayores de 65 años serán pronto la porción dominante en nuestras sociedades, y una hospitalización por neumonía en la vejez equivale, muchas veces, a un boleto sin retorno hacia la dependencia o la muerte.
Pero aquí va el primer punto crítico: ¿Por qué, en pleno siglo XXI, ciudadanos que pagan impuestos tienen que recurrir a instituciones privadas para completar su esquema de vacunación? Porque no hablamos de cirugías estéticas ni de medicina de élite. Hablamos de vacunas esenciales para evitar la muerte o la discapacidad en adultos mayores. Influenza, neumococo, VPH, COVID-19, herpes zóster. Todas disponibles. Todas seguras. Y, sin embargo, inaccesibles para muchos.
El Estado, que tanto presume de sus sistemas de salud, no está garantizando lo básico: la continuidad de la inmunización más allá de la infancia. Si el sistema te vacunó de niño pero te olvida como adulto, no es un sistema: es un parche.
Y aquí es donde entra la segunda premisa incómoda: no tener el esquema completo de vacunación es también consecuencia directa de un sistema público precario. No se puede culpar a la ciudadanía por no vacunarse si las vacunas no están disponibles, si no hay horarios extendidos en los centros de salud, si las cartillas están perdidas o si ni siquiera hay conciencia sobre cuál es el esquema ideal a los 50, 60 o 70 años.
Y, mientras tanto, seguimos girando cheques en blanco: programas sociales que se amplían sin freno, pensiones que absorben ya porcentajes alarmantes del gasto público y una inversión en salud que, cuando se hace, es tardía y correctiva. La inversión de la pirámide poblacional no solo es un dato demográfico, es una bomba fiscal. Si no se actúa ahora, el envejecimiento podría llevar a la bancarrota a las finanzas de muchos países.
Y sí, lo hemos dicho con romanticismo muchas veces: “Los hijos cuidan a sus padres”. Pero la verdad cruda es otra. El amor de los padres hacia los hijos no es recíproco en intensidad ni en garantía. Los padres vacunan a sus hijos sin dudar. Los llevan al pediatra, a los chequeos, a las consultas por una fiebre de 37.5. Pero los hijos, incluso los que aman a sus padres, muchas veces postergan, dudan o simplemente no saben cómo cuidarlos en su vejez.
En ese desfase emocional se esconde otra de las razones por las que la prevención en adultos mayores debe dejar de ser una opción y convertirse en política de Estado. No se trata de culpar a nadie, pero sí de asumir que ninguna sociedad sobrevive si abandona a sus viejos.
¿Queremos un futuro de hogares llenos de adultos mayores frágiles, dependientes y en soledad, o uno donde esas mismas personas vivan activas, protegidas y con dignidad? La respuesta está en las decisiones que tomemos hoy. Y una de ellas, la más simple y efectiva, es completar la cartilla de vacunación. No es un acto médico. Es un acto de justicia social.
Y sí, la mejor vacuna es la que se pone. La que está en el brazo, no la que se queda en la nevera.