Opinión

Reflexión tras la muerte del papa Francisco: La religión no se moderniza, se vive

La muerte del Papa Francisco ha reabierto una conversación que nunca termina del todo: ¿hasta dónde debe avanzar la Iglesia Católica para “ponerse al día”?

La muerte del Papa Francisco ha reabierto una conversación que nunca termina del todo: ¿hasta dónde debe avanzar la Iglesia Católica para “ponerse al día”? ¿Debe hacerlo siquiera?

Hay quienes insisten en que la religión necesita modernizarse, como si fuera una aplicación desactualizada o un partido político con mala estrategia de redes. Lo curioso es que quienes más promueven esa idea suelen ser los más alejados del rito, del rezo, de la fe misma. Es decir, pretenden rediseñar una doctrina que ni siquiera practican.

Y no, la religión no se moderniza. Se vive.

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El Islam, por ejemplo, crece cada vez más en número de fieles sin necesidad de reconfigurar sus pilares teológicos para agradar a los algoritmos o para parecer “más cool” en una portada. La raíz de su expansión está en la convicción, no en la adaptación. ¿Por qué entonces la Iglesia Católica se empeña en mostrarse como un bastión flexible, casi maleable, incluso ante sus fundamentos más profundos?

El papa Francisco fue, sin duda, un pastor carismático, el “Papa de los pobres”, como lo bautizó el marketing de la Santa Sede. Su apertura al diálogo y su discurso inclusivo fueron bien recibidos por muchos sectores que históricamente vieron a la Iglesia como un ente frío y jerárquico. Pero no basta con el discurso. ¿Qué tanto cambió realmente la realidad de los pobres? ¿Cuántos más comprendieron el misterio de la fe, más allá del eslogan? ¿Hizo más con su discurso que Andrés Manuel López Obrador con sus apoyos sociales?

Tal vez el mayor pecado no estuvo en lo que dijo, sino en lo que dejó de hacer. Le faltó viajar más. Le faltó mirar con más rigor pastoral la relación entre el hombre moderno y lo sagrado. Le faltó remarcar que, por encima del tiempo, hay una eternidad que no se ajusta a modas.

En el Vaticano, esa cúpula que debería ser reflejo de lo eterno, parecía haberse diluido la solemnidad, como si la espiritualidad hubiera sido desplazada por la política eclesial o por la necesidad de agradar al mundo. Cierto: el mundo cambia. Pero la fe, si es auténtica, no se acomoda, se sostiene.


Quien quiera progresismo en estado puro acaso encontrará mejor acogida en la Iglesia anglicana o en los templos protestantes, donde cada comunidad define su fe con la flexibilidad de quien acomoda los dogmas al gusto del consumidor. Pero la Iglesia Católica, guste o no, es otra cosa. O al menos debería serlo.

Aquí no se trata de cerrar puertas ni de excluir. Se trata de recordar que una cosa es ser aperturista y otra diluir los valores esenciales de la religión bajo el argumento de “los tiempos modernos”. Porque la religión no es una moda, no es una estructura electoral ni un gobierno que responde a encuestas. Es algo más profundo. Es, en esencia, un vínculo entre el hombre y lo divino, y eso, por más hashtags que se inventen, no necesita actualizarse cada sexenio.

Tal vez, después del luto, vendrá el momento de pensar en lo que sigue. Y ojalá, en esa reflexión, se recupere algo que parece haberse perdido: la certeza de que no todo está hecho para agradar al mundo. Algunas cosas están hechas para salvarlo.

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