Opinión

Columna Itinerante: Los peligros de la pasión del odio

*El autor es psicoanalista, traductor y profesor universitario. Instagram: @camilo_e_ramirez

El odio puede tener un valor unitivo en la conformación de masas

Sigmund Freud

Recuerdo el relato de un familiar respecto a unos vecinos que tenían una fiesta de varios días seguidos, música a todo volumen, entraba y salía gente las 24 horas sin ningún respeto por los demás vecinos. Al tercer día de fiesta algunos vecinos los contactaron para expresar su molestia por el exceso de ruido y, todo eso, ¡entre semana! Solicitándoles amablemente si podían moderar el volumen de la música, sobre todo durante las noches y madrugadas, a lo que les contestaron: “¡Claro que no! ¡Ustedes no tienen idea por lo que estamos pasando con el fallecimiento de papá!” –fue la respuesta que recibieron acompañado por un portazo en las narices. En este caso, el sentir un profundo dolor por la muerte de un ser querido era tomado como autorización de hacer y deshacer, pasarse por el arco del triunfo las nociones y normativas de la buena convivencia vecinal. Por lo que no quedó de otra que solicitar el auxilio de las autoridades.

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Algo similar sucede con la pasión del odio: lo que se siente en el cuerpo daría la pauta para que alguien se sienta autorizado a actuar sin miramientos y reservas de ningún tipo. Así como el amor puede hacernos creer ciegamente en lo que el ser amado expresa, lo que se piensa y hace bajo el influjo del odio tiende a considerarse, casi de manera automática, como una verdad absoluta, casi un dogma, sobre todo cuando ese alguien se siente agraviado en algún punto de su persona (véase la lamentable lista de Lores y Ladies), renunciando también automáticamente a la reflexión, al pensamiento crítico, a cualquier forma de juicio lógico, que, como lo expresó Sigmund Freud en Psicología de las masas y análisis del yo, tienden a diluirse cuando el individuo se encuentra dentro de una masa.

“No hay borracho que coma lumbre” dice la sabiduría popular. El odio al otro es una pasión conservadora, ¿en qué sentido? Expliquemos. Con el odio al semejante se intenta conservar la propia imagen que se cree perfecta, por lo tanto, el error y la falla se localizan exclusivamente en los demás, esos otros que son portadores de “aquello propio no reconocido” –podríamos decir—que al no ser reconocido no se puede integrar como propio y entonces poder, de alguna manera, transformarlo en algo creativo y no en sufrimiento para los demás. Algo similar sucede con el dolor generado por la pérdida del ser querido, cuando se reconoce e integra se puede comenzar con el trabajo de duelo, en lugar de negarlo y transformarlo en exceso (manía) que los demás van a padecer con ruido durante tres días seguidos, por ejemplo. El odio hacia el semejante guarda también la esperanza de que cuando se acabe, muera y aniquile al otro, al receptor del odio, entonces se podrá ser feliz. En cierta forma es la base ideológica que anima a toda guerra, genocidio, racismo, nacionalismo, xenofobia, clasismo, feminicidio y discriminación.

Para poder salir de la lógica de la pasión del odio se necesita un movimiento ético que cada persona, sociedad y Estado debe realizar, primero desistiendo del “truco” fácil de culpar al otro de lo que es propio, de saber que cada uno es, en cierta manera, la pinche gente de la pinche gente –con perdón del francés– pero que ello de ninguna manera resuelve un asunto que es de orden compartido, sino lo complica y encubre, para después, en un segundo momento, reconocer eso insoportable de sí (el propio kakón) sin pasárselo a los demás, ni transformarlo en sufrimiento, sino en la ocasión de reconocer las diferencias y poder articularlas en estos tiempos de polarización y de pasión por el odio y ataque al otro. En ese sentido, el buen juez por su casa empieza.


*El autor es psicoanalista, traductor y profesor universitario. Instagram: @camilo_e_ramirez

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